lunes, 22 de junio de 2020

Una mañana de euforia

Un poco tarde me percaté de que lo mejor que hacía en la vida era escribir. Y me digo esto al margen de que lo haga bien o no. Para algunos sí, sin duda, y puede que para otros no, también sin duda.

Pero antes de llegar a ese convencimiento escribía sin más, con el ánimo de estar haciendo algo para lo que me creía dotado. Un buen día tuve un número determinado de cuentos que sometidos a una prudente poda podían convertirse en libro. Y así fue.

En el periódico en el que trabajaba me debían un dinero que con seguridad nunca me pagarían, pero la empresa tenía su imprenta, además de su propia infraestructura y personal para el trabajo de preprensa. Luego de una conversación fugaz con el director del periódico, nos pusimos de acuerdo en que parte de lo que me debían me sería pagado imprimiendo mi libro, que para entonces solo existía como documento de word en la 386 usada que la empresa me había dado también a modo de pago o amortización. Yo quería quinientos ejemplares. Desear más me parecía estar apuntando a best seller. Sin embargo, cuando me entregó el presupuesto, el director había hecho un estimado por mil ejemplares. Le dije que era demasiado, pero terminó de convencerme cuando me dijo que la diferencia entre quinientos y mil la hacían solamente cien dólares. “Y de repente los vendes”, me dijo. Cuando lo escuché me pareció que solo faltaba añadir a su frase, después de la coma, el afectuoso “hermanito”. Sea, me dije, y entré al ruedo.

Recuerdo aún cuando me dieron los mil volúmenes, en treintadós paquetes de treinta y uno de cuarenta. Al ver el espacio que ocupaban, me amilané. A primera vista eran demasiados libros, pero la suerte ya estaba echada. Recuerdo con mucho cariño la presentación. Amigos y parientes aceptaron mi invitación y creo que la pasaron bien. Me ocupé de que a nadie le faltara siempre una copa de whisky y también de que a las señoras no les faltara su copa de tinto. Ese día vendí de un tirón más de treinta ejemplares, un auténtico y desaforado récord a la luz de lo que vendría después.

 Excepto una reseña de un crítico literario –cuyo trabajo admiro hasta hoy– cuyo contenido alcanzaba para sentir que la empresa de publicar no había sido vana y otra brevísima reseña que salió por ahí que hasta ahora recuerdo por su velada mala leche disfrazada de humor, mi libro, el único y primogénito, no tuvo la menor repercusión. De no mediar la generosidad del crítico que menciono, hubiese sido como si no hubiera existido.

En total, para hablar de ventas, creo que no llegué, ni de lejos, al centenar de libros por los que me hubieran dado dinero a cambio. Más bien a algunos buenos amigos les di su paquetón de treinta ejemplares para que los hicieran circular entre sus conocidos. Dejé algunos en unas pocas librerías, pero lo vendido también fue exiguo. Hasta ahora guardo agradecimiento por esos desconocidos que se atrevieron a comprarme un ejemplar asistidos apenas por la información que podía darles la contraportada.

Entre idas y vueltas, absorbido por el azar, la rutina y de pronto lo imprevisible, fui viviendo mi vida acompañado de mi libro. Entonces me parecía que por mucho que los regalara nunca se acabarían. Hasta que me llamaron de un programa de televisión, casi dos años después de haberlo publicado. Una vez el productor me hubo ubicado, me dijo que el conductor del programa dedicado a literatura me había leído y le interesaba entrevistarme.

Quizo la fortuna que estuviera con mis más queridos amigos las horas previas al encuentro. Tomamos unas cuantas cervezas, pero no produjeron en mí el efecto que esperaba, de modo que tomé veinte miligramos de diazepam. El buen diazepam nunca me ha fallado, y tampoco en aquella ocasión. Llegué puntualmente al lugar donde grabarían acompañado de mis fieles compañeros. El local barranquino estaba tomado por una barahúnda de técnicos, cables, cámaras y luces. Me guarecí en un rincón con mis camaradas hasta que llegó el conductor. Lo miré lo más intensamente que pude para saludarlo, pero él paseó una mirada fugaz por donde yo estaba sin reconocerme. Todavía no he dicho que soy un poco paranoico, de modo que interpreté ese acto del peor modo posible. Me dije que, claro, a nadie se le ocurre entrevistar a un autor para hablar de un libro que ha publicado hace dos años. De otro lado, por ahí me había caído mi palo en relación con el cuento más largo, o novela corta, según como se mire, y se me consideraba ya un hijo bastardo de Kerouac, al que no había leído, así como también veían mi novelita como una triste muestra de aprendizaje de realismo sucio, lo que en mi caso, eso entendí, ya parecía realismo cochino. Junté ambos cabos, el del tiempo pasado desde la publicación y de la crítica adversa, mezclé la información en mi cabeza y me dije que me habían llevado hasta allí para tenderme una celada y decirme algo así como “que un chibolo hable de sus excesos y todo eso, vaya y pase, pero al borde de los treinta salir con estas cosas, por favor, Daniel”.

Cuando el conductor me dijo: “Disculpa, Daniel, que empiece con un exabrupto”, solo atiné a decirme “empezó Cristo a padecer”. Pero pasó exactamente lo contrario. Luego del “exabrupto”, de signo absolutamente positivo, fui sorprendido por la actitud del conductor, que tuvo para mi primer esfuerzo literario las más amables y generosas palabras. Mi agradecimiento dura hasta hoy.

Los amigos que me acompañaron, luego de la entrevista, me dijeron que ahora sí tendría más suerte en las ventas, pero no fue así. Las cosas siguieron más o menos igual, pero peor. Los libros que todavía me quedaban, es decir, los que no se compraron, ni regalaron, ni distribuyeron con entusiasmo mis amigos, andaban, como animados por vida propia, dando vueltas por la casa. Anduvieron bajo la cama, visitaron el cuarto de la azotea, reposaron un tiempo en la sala y supieron también de la estrechez del rincón chino, un reducido y extraño espacio que, a modo de apéndice, tiene mi sala, que llamamos chino porque está decorado con tres acuarelas chinas que heredé de mi suegra.

 Aunque no todo fue decepción. No faltaron los lectores a los que les gustó, a quienes llegó el libro porque se los regalé o sabe dios de qué indirecto modo, pero el hecho es que mi modesta colección de relatos fue haciéndose sitio de esa forma en el mundo. Pero no era suficiente, al menos no para mi vanidad. Debo decir que en esos años ansiaba el reconocimiento. Y esta confesión puede parecer banal si consideramos que todos quieren reconocimiento, desde el panadero hasta el ingeniero, pero en el caso de los escritores esa demanda puede volverse mórbida.

De este modo empecé a mirar a mi primer hijo literario con ojos demasiado severos. Errores que cometí en su edición que antes pasaba por alto empezaba a verlos como horrores imperdonables. Para empeorar la cosa, le regalé un ejemplar a un buen amigo que, con la mejor intención, me devolvió corregido. Le cambié ese ejemplar por otro y le agradecí el gesto, y con ánimo malsano conté los errores: su número era superior al de las páginas del volumen.

Como el hombre harto de su esposa, en la que empieza a ver como defectos lo que antes consideraba como detalles adorables, quería deshacerme del libro. Por momentos me decía que podía seguir arrimándoles paquetes a mis amigos para que continuaran diseminándolo por la ciudad, pero me sublevaba la idea de verlo por las calles del centro de Lima a un sol el ejemplar. Si bien había llegado a detestar por momentos a mi creación, no estaba dispuesto a tolerar que otros la maltrataran.

Una mañana de euforia, me levanté con la idea de acabar con los dilemas y sentimientos encontrados que me provocaba el libro. Llegué al trabajo, avancé lo más rápido que pude en las obligaciones del día y le dije al chofer de la chamba que necesitaba sus servicios por una hora. Aceptó. Fuimos a mi casa, di una última mirada a lo que quedaba de mi aventura literaria, separé un paquete de treinta ejemplares y metí el resto, más de quinientos , en una gran maleta. Bajé con mi carga en una mano y con dos botellas de dos litros vacías en la otra. Pasamos por un grifo, compré cuatro litros de gasolina y nos fuimos para la Costa Verde.

Hacer algo tan sencillo como encontrar un lugar para hacer una pira y quemar papel, con lo simple que suena, no fue sencillo. Dos veces tratamos de parar pero nos lo impidieron serenos del distrito, hasta que llegamos a un lugar sin vigilancia, con unos indigentes como únicos testigos. Formé una pirámide con los volúmenes, rocié la gasolina y, antes de echarle fuego, vi que uno que otro indigente se aproximaba con una curiosidad que amenazaba con convertirse en acto. Encendí una cerilla y les dije que se apartaran, que estaba por quemar libros de brujería. Se retiraron de inmediato y uno de ellos regresó, alentado por un candor que me hizo decir “oh, sancta simplicitas”, con media botella de querosene.

Tuvo que pasar buen tiempo para que pensara otra vez en el episodio y lo viera con ojos menos benévolos. Lo que al principio me pudo haber parecido un gesto romántico fue cobrando con el tiempo su auténtica dimensión: un hecho desmesurado y estúpidamente egoísta.

No sé si el libro fue sin lugar a dudas valioso, pero los lectores que me regalaron su cálido afecto luego de leerlo no merecían que así les pagara su fe en mi trabajo. Sé que una serie de factores me condujeron a la quema ritual que a veces lamento, desde mis manías domésticas que hicieron que los numerosos libros se rebajaran a la condición de cachivaches hasta una vanidad a la que creía tener derecho; pero igual a veces un triste pesar lastra mi corazón.

Después de todo, el libro ya no me pertenecía; todo el esfuerzo invertido en él había hecho que lo allí escrito, apenas salido de la imprenta, aún con la tinta fresca, cambiara de algún modo de dueño y fuera también a pertenecer a los lectores, esos mil hipotéticos lectores que nunca tuve pero que quizá a la larga iba a tener. Eso solo podía decirlo el tiempo, tiempo que yo cancelé en un acto flamígero que veo cada vez menos cómo símbolo y cada vez más como barbarie.


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