Se ha oído
decir que para muchos oficios hay que nacer, entre otros, para futbolista,
artista y genio. No es el caso del corrector, ocupación a la que uno va
llegando como sucede con muchas cosas en la vida, aquellas situaciones a las
que arribamos en virtud de una en aparente caótica acumulación de actos que
hemos dado en llamar destino. En mi caso, como para muchos, ingresar al humilde
gremio de los correctores tuvo como antecedentes una mediocre carrera
universitaria en Letras, interrupciones esporádicas de los estudios por
problemas económicos y propinas mezquinas que, a larga, me impulsaron a trabajar
en aquello que podía realizar sin que me exigieran extensos pergaminos ni altas
calificaciones. Bastaba con tildar las palabras cuando fuera necesario y poseer
la intuición clara y suficiente para darle a la sucesión de oraciones pausa que
no perjudicara el sentido y, si talento había, lo mejorase.
Después de pasar por mi primer trabajo de corrector, sin pena ni gloria, fui
echado a calle a la primera reducción de personal. De allí aprendí una primera
lección: nadie es imprescindible, menos un corrector. Mi siguiente empleo me
deparó un magro sueldo, pero, en compensación, un singular aprendizaje. Ser
pupilo de don Juan, mi jefe, constituyó una considerable inyección de estima
para alguien que pronto había aprendido que el corrector viviría siempre a la
sombra del redactor. Entonces, me sentía como el modesto cajero de un opulento
banco que se pasa la vida contando dinero ajeno. Un censor de la creatividad
que se ufana de descubrir un error en un texto que es incapaz de elaborar. Con
don Juan todo cambió. Erigido en fiscal insobornable, estallaba en iras
descomunales en medio de la sala de redacción, blandiendo la prueba infestada
de rojas correcciones y preguntando quién era el animal responsable de tamaño
desconcierto. Los redactores tenían que ir con cuidado con él, a la hora de
escribir y también de topárselo. Una tarde, mientras le sacaba el cuerpo a una
pulla alusiva a su edad –más de sesenta–, dijo que él era como la uva, que de
madura prodigaba buen vino y luego, magra y rugosa, pasa ya, endulzaba los
paladares. La redactora más torpe, pero de formas generosas, le preguntó qué
fruta podía ser ella. «Mango», dijo, incorruptible, sereno, y con media vuelta
desapareció.
Gremio modesto
El gremio de los correctores es, por definición, modesto. Somos seres opacos,
que no reflejan la luz ni la dejan pasar. Compartimos todos los vicios de los
periodistas, mas no sus virtudes. Lejos de nosotros la creatividad y el
desparpajo, el pase libre a los más diversos eventos, un dejo de superioridad
al enfrentarse a la autoridad, con la mano pronta para esgrimir el carnet del
colegio. Muy cerca el bienestar de las cantinas, la adicción al tabaco, el
horario irregular, la comida al paso y las úlceras. Quizá por el sueldo escaso,
solemos ir vestidos con austeridad, cuando no mal gusto. Un puesto que me dio
sólo disgustos por un par de años me hizo compañero vespertino del Chaval,
corrector limpio pero plano. Nunca le conocí más camisa que una celeste y un
pantalón de un azul desvaído, brillante, ajustado a la breve cintura con
pretinas sujetas a botones, y los bolsillos de corte horizontal. Una gorra con
visera, azul también, siempre nos hizo estar todavía más lejos de sus
pensamientos, de descubrir quizá, mirando su desnudo cráneo, si había algo
capaz de emocionarlo.
El corrector pretencioso
Pero a despecho de una condición subalterna, de última rueda, digamos, uno de
los pocos lugares de una redacción que da cabida a la literatura es el
departamento de corrección. Allí reposan los lectores compulsivos, los
narradores aguantados y los poetas de servilleta, después de las cervezas
suficientes para hacer creer que ya escribiremos cuando tengamos tiempo, que en
vano no se nos ocurren ingeniosos cuentos y hasta, cómo no, novelas totales. Y
aun cuando, en los días malos, con puteada del editor incluida, se llega a
creer que seremos correctores toda la vida, surgen las figuras salvadoras de un
Ernesto Cardenal, corrector durante años del Fondo de Cultura Económica, o el
buen Saramago, que viejo recién degustó las mieles de la fama y el
reconocimiento.
La literatura se convierte en el último reducto para no sentirse menos, para
evitar que la subestima prospere, la única posibilidad para ubicarse en el polo
opuesto al del corrector cumplidor, pobre y taciturno, sin percatarnos de que
derivamos al incierto terreno de las promesas y las pretensiones, lejos del
piso, donde las ropas modestas y el menú de tres soles puedan convertirse en
penurias de artista sensible e incomprendido.
Justos por pecadores
Todo trabajo trae consigo responsabilidades, aunque ninguno como el correcteril
quehacer. El corrector es el arquero de las redacciones. Todos pueden
equivocarse, menos él. El delantero puede fallar un gol, el defensa errar un
pase; pero el corrector es el único culpable de que en un malhadado instante el
redactor piense en los huevos del toro y el editor se afane con demasiado
ahínco en buscar un titular propicio en desmedro de un desliz en el
texto.
Una palabra mal escrita, una tilde ausente o la coma traicionera que cambia
gato por liebre le son toleradas a este mártir de la escritura con un gesto de
desagrado y apenas condescendiente. Menos en un titular. Antes del nuevo
evangelio de la eficiencia y la calidad total costaba una suspensión; hoy, casi
siempre, el puesto.
Con la errata pendiente sobre su testa, este obrero sigiloso e incomprendido,
además de sortear las trampas que tienden la desconcentración, la duda y el
apuro, tiene enemigos formidables que, sin quererlo, lo destruyen: los
diagramadores. Todavía recuerdo la ruda llamada de atención que emparé porque
en el artículo editorial que procuro olvidar, el diagramador de turno cambió
una palabra por otra en su titular, sencillamente porque la tipeó nuevamente
sin avisarme. En pos de forma –y no del contenido–, la composición y el color
–y no del sentido–, le prestó nula importancia a esos escasos veintinueve
signos que, combinados entre sí, no pueden ser más que opaca uniformidad en sus
aspiraciones de plástico gráfico, y que olvidó considerar como origen de mi
sustento.
Sin embargo, hay días en que es posible llegar temprano a casa, leer más que de
costumbre y, si el ánimo lo permite, reiniciar el relato que esperamos sea
genial, y acostarse pensando que corregir no es tan malo, que quizá mañana
ayudemos al redactor a redondear su nota con el adjetivo iluminador o el
sinónimo que evite una reiteración penosa; que el editor no se percate de un
error que pudo ser fatal y tú se lo hagas saber y te palmotee en la espalda
aliviado, agradecido y diciendo «bien, muchacho».
lunes, 22 de junio de 2020
Un hombre correcto
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