lunes, 22 de junio de 2020

Lo que pueda hacer

Hay mañanas de luz que te hacen comprender la labor del director de fotografía en las películas; demorados amaneceres como el de hoy. Me propuse entonces escribir un cuento sobre una mañana así, no sé si de primavera o verano, pero decididamente solar y sabatina. Mi personaje sería joven y ladearía la cabeza de pie ante su ventana, temprano —cosa inusual en él—, para recibir el sol oblicuamente sobre la mejilla derecha y conducir  su calor dentro sí por su pabellón auditivo. A todo esto, antes de bañarse de luz en el alto piso de su departamento, habrá puesto en su tocacintas una canción, “Hey Hey What Can I Do”, de Led Zeppelin, y el hermoso y cínico blues llenará de sentido durar un día más sobre la tierra.

Esa mañana, la del cuento, tendría que ser por fuerza especial en su expectante cotidianidad. Eso el personaje lo sabrá desde que elija la ropa para ofrecer a los elementos su cuerpo sano y fortalecido por la salud y la oportunidad del tiempo (la suerte de ser nutrido de lo necesario a la hora; gracias, mamá). Quizá vista un jean y un bividí azules y camine con el compás de sus años mozos. Nadie necesita una pomposa finalidad para ser joven y feliz, solo poseer la salud mental para poder estar (lo sabemos bien los que la perdemos de vez en cuando). Su discreta causa final para salir de casa será fumar un cigarrito chino con un amigo que lo está esperando.

Después tiene ocurrir cualquier cosa. El relato no fue pensado para ofrecer un evento extraordinario. Su valor tendrá que ser sencillo y genuino —me propuse—, sin vocación de sorpresa ni alardes de prestidigitación; una celebración del instantáneo acto de ser tan simple como se pueda imaginar; la conciencia al servicio de un razonado y sensato hedonismo.

Mientras tanto, he salido a comprar lo necesario para el desayuno. Fueren el sol o mi modesta pulsión literaria, no estoy acojonado, como acostumbro, durante los primeros minutos del día. Es una cobardía inútil que he aprendido a remontar con una serie de trucos que no acostumbran fallar; pero si sucede, digo, si acaso un ánimo funesto se prolonga más allá de las once, estrecho mi mentón con una determinación sin orientación cierta y realizo cualquier tarea doméstica que me opaque el pensamiento y al mismo tiempo contribuya al orden y limpieza de mi casa. Por ejemplo, si barres a conciencia y trapeas las zonas críticas habrás ganado el placer de caminar descalzo; si echas detergente y lejía al baño, cuando entres porque la necesidad te llame serás ganado por el denso olor  que buscamos hace miles de años sin saberlo, ahora en el punto más alto de la asepsia y  desodorización químico-desinfectante.

Todavía no has dicho que no fue solo la luz de febrero la que te indujo a escribir el cuento. El propósito se cuajó cuando, a velocidad menor a la del segundo (siempre es así, pero debemos ralentizar la rapidez de nuestro pensamiento y emociones para creer que entendemos su casi material discurrir), le pusiste la canción de Zeppelin a esas ondas o partículas —todavía la ciencia no está segura— que te devolvieron a la ameba que un lejano día fuiste, a la hoja verde preñada de fotosíntesis, al ave de vuelo propiciado por las cálidas corrientes de aire ascendentes.

Conozco bien a mi personaje. De hecho, solía ser yo en mi primera juventud. Todavía no sé qué le pasará; pero, lo reitero, no tiene que ser la gran cosa, solo el éxtasis de elevarse una mañana cualquiera sobre el suelo como un tallo flexible y bien dispuesto, favorecido por los vientos y acariciado por el sol de aquellos tiempos, cuando los taxistas no protegían su brazo izquierdo con ceñidas mangas de colores que los hacen parecer tatuados.

Cuando termine el cuento, lo pondré a buen recaudo y a la mano de mi recuerdo. Quizá me sea útil esa mañana de invierno que ya veo venir, seguramente con miedo también —así es esto—, yendo a comprar el pan ciabatta y las naranjas que tanto le gustan a Rosa. Puede incluso que el universo sea bueno conmigo y su lectura me haga doblemente feliz, por lo escrito y por la evocación de los instantes en que lo concebí. Ojalá que sea eso lo que por lo menos pueda hacer.


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