jueves, 1 de julio de 2021

Porque la vida tiene sentido cuando la narras

 Leer a Juan Gargurevich es una experiencia que combina con acierto el largo y ancho aliento de la Historia peruana reciente, la precisión del detalle revelador, el oficio de viejo periodista (que no es lo mismo que periodista viejo) en la prosa y la certidumbre del curtido testigo de su tiempo. Por eso leer El juez de Uchuraccay y otras historias es capaz de avivar un nutrido de recuerdos, emociones y afilados atisbos de una época cuyo mayor atributo en un futuro —radicalmente transformado desde ya por la tecnología— será decir de ella que “así era la vida antes”.

El animado recuento empieza en 1948 con una crónica que discurre vertiginosa entre Buenos Aires y Caracas, a lo largo de una carrera de autos donde pasa de todo porque el cronista ha sabido rescatar con acierto lo relevante del tráfago del paso y sucesión de los hechos, y a velocidad de bólidos.

            Treinta años después, estamos en los albores del conflicto armado interno peruano que rompió fuegos en 1980, llamada también “época del terrorismo”. El recuento de los sucesos es preciso y cronométrico acerca de “Janet, la última periodista de Sendero”, a cuya deriva Gargurevich se entrega hurgando en los inicios de una prolongada y dolorosa guerra. 

            Recorrer las páginas de El juez de Uchuraccay es celebrar por medio del oficio y ejercicio de la crónica el complejo y a veces inasible hecho de estar vivos, como puede ser el caso, por ejemplo, de lo que representó para su autor ser periodista en tiempos legendarios. Hay así en este volumen cuatro crónicas de las que emergen las figuras de gente de prensa como Efraín Ruiz Caro, el maestro Luis Jaime Cisneros, tres colegas practicantes del periodismo “de inmersión” (para ser cada uno y respectivamente —o más bien tratar de parecerlo— mendigo, loco y mujer de la vida alegre—) y la historia que ocurre cuando “La Guerra Fría llegó a Tacna”.

Es este último un sabroso texto que cierra con brillo e ímpetu el recuento vital y profesional de Gargurevich en la prensa nacional: destacado en el año de 1963 en Tacna para conseguir que alce vuelo un diario en una provincia que se movía a ritmo de modorra, de pronto debe asistir a la desaparición de un avión boliviano que llevaba en su vientre un variopinto grupo de pasajeros: “Estaba una reina de belleza de Cochabamba, el exjefe de la Fuerza Aérea de Suecia, varios bolivianos notables” y dos diplomáticos cubanos que son el centro de los avatares de este relato. Concurren así una serie de hechos y elementos en el extremo sur del Perú en lo que debe ser nuestro capítulo local más pintoresco de la Guerra Fría.

Gargurevich ha hecho muchas cosas alrededor del periodismo además de escribirlo. Ha enseñado su profesión, la ha estudiado e investigado y fue director en la Facultad de Letras de San Marcos y decano en la Facultad de Ciencias y Artes de la Comunicación de la Católica. Sin embargo, se mueve con tal acierto para contar y dar sentido a la realidad mediante el lenguaje


que llamarlo por sobre todo cronista quizá no sea una exageración.

El tiempo es solo fugacidad, y en su rapidez y perpetua extinción estamos obligados a habitar. Por suerte, para dejar constancia de que pasó lo que ocurrió tenemos a sus testigos, entre ellos un cronista ya clásico como Gargurevich, quien nos enfrenta a lo que fuimos para no perder de vista lo que seremos.

sábado, 9 de enero de 2021

Lo más cerca de la música que estuve

Con Ricardo Cabellos me sentí realmente dentro de la música. Por entonces nos hacíamos llamar Los Melódicos de Lince, a cuyos fundadores, Lucho y Rafo Cabellos —su muy querido y admirado hermano—, me uní primero yo y luego Richie.

            Lucho y Rafo tenían ya muchas horas de vuelo, reunidos habitualmente para tocar a los Beatles y perfilar improvisaciones que hicieron mucho por su salud y amistad. Yo aparecí cuando Lucho se animó a comprar una batería. No es que yo le tenga pasión al instrumento, mi ambición fue siempre la guitarra, cómo no, pero ya bien avanzados los cuarenta entendí que si soñaba con hacer rock tendría que tocar algo al parecer menos complicado. Así estuvimos unos meses los tres, sobre todo practicando temas propios compuestos por Lucho y Rafo, cuya demanda de talento para este baterista fue mínima, pero no tanta como para renunciar a la idea de ser verdadero integrante de una banda de rock.

            Las cosas se fueron acomodando entre nosotros cada vez mejor, Rafo a la guitarra, Lucho con el bajo y yo marcando el ritmo con el bombo y las baquetas, hasta que llegó Richie. No fue nada especial al principio; era solo alguien que sabía tocar; sin embargo, del modo imperceptible en que se mueve alguien que no quiere alardear pero no puede evitar sobresalir, fue añadiendo color, énfasis y un dinamismo personal a nuestras piezas, que hacía que Rafo, Lucho y yo lo elogiáramos sin cortapisas cuando no estaba.

            Richie y yo no paramos juntos nunca. Yo solo era el amigo íntimo de su hermano, pero él ofrecía su apoyo, empatía y calor sin demasiados requisitos. Él me ayudó siempre desde su saber, buena disposición y talentos, fuera para copiarme volando un disco difícil de hallar que yo había conseguido por un día, fuera para hacerme una visita al paso para hacer funcionar nuevamente mi computadora (cosa que llevaba a cabo en pocos minutos y con la mano izquierda) o diciéndome qué hacer en determinada situación que involucrara su conocimiento sobre este mundo tecnológico que hoy nos ha terminado por tomar luego ser promesa y convertirse en amenaza. Después nos dejamos de ver, pero los ecos de su brillante paso por este mundo me llegaban sin sorprenderme: Richie fue de aquellos cuya fulguración eran tan obvia a la par que discreta que no podía sorprenderte escuchar algo superlativo sobre él.

            Cuando lo conocí estaba dejando de ser niño, el benjamín de los Cabellos, llamado amorosamente y con dulces sonrisas el Hermano Brother, ese preadolescente permanentemente bienhumorado que asistía a las correrías que yo emprendía con Rafo con todo el ímpetu que pueden tener dos compinches en esa edad en que los jóvenes somos una fuerza de la naturaleza, una promesa, acaso una revelación. Ya hubiéramos querido Rafo y yo tener talento para algo como lo tenía Richie para la música; sin embargo, él siempre admiró lo que nos proponíamos hacer. Al menos eso me decían sus gestos y miradas cuando cruzábamos ideas en alguna de las encrucijadas que nos convocaron. 

Ahora él ya no está con nosotros, y la memoria empieza a hacer su trabajo para tomar de su paso por el tiempo que compartimos los insumos para hacerlo durar entre nosotros: su sonrisa amplia y franca, la voz pausada y serena, sus movimientos hechos de moderación y cálculo al mismo tiempo, no sé, ese modo suyo de habitar el espacio hasta hacerlo propio sin apabullar ni imponerse.

Quedan ahora dentro de mí la imagen de su guitarra negra y pavonada cuya soberbia apariencia eran reflejo de la elegante sobriedad de su carácter. No rindió a ninguna audiencia con su Ibanez, como muy bien hubiera podido hacerlo, porque eligió ser su único y exigente auditorio. Prefirió encaminar sus potencias en otras direcciones y ámbitos donde ha dejado ya huella nítida y permanente. Guardo conmigo su figura sentada en la casa de Lucho poniendo a punto su guitarra, convertido su iPhone en un fiel afinador que respondía preciso a la pulsación de las cuerdas. Evoco sus carcajadas cuando coincidíamos en detestar algo, sobre todo música, pero siempre con amable ironía. Pero, sobre todo, celebro encontrarme con él entre los recuerdos a los que vuelvo para hallar el sentido de mis días gracias también a su amistad auténtica.

 

miércoles, 15 de julio de 2020

Todos son días de Carnaval

Carnaval es una historia que transcurre en una ciudad que ya no existe, donde una inocente pandilla de muchachos —más bien un íntimo barrio— pasa sus días entregada a los rituales de una niñez que tuvo lugar en los años setenta; tiempos que no volverán, excepto para quienes se adentren en sus páginas.

Pero Carnaval trae otra narración dentro, que Matilde deshila con paciencia y añoranza para los chicos de la calle Del Coronel. El cuento es bueno, pero mayor es el interés de su auditorio por conocer más del dueño de la quinta, Rasvan Comaniescu, apellido venido del otro lado del mundo, quizá Transilvania, como su apellido y el nombre de su negocio, que así lo anuncia: Funeraria Dunarea. Entre el principio y el fin de esta velada historia de amor están los infantiles afanes por celebrar una inolvidable fiesta de carnaval.

En este, su tercer libro, Rosa Carrasco ejecuta nuevamente con pericia su prosa de ritmo ágil y acompasado, dibujando escena a escena, como si sus lectores fuéramos testigos oculares de lo que ocurre en una hermosa quinta donde solo basta ser niño y abrigar buenas intenciones para conocer ese esquivo bien llamado felicidad.

Antes, en Yaxes, nuestra autora derrochó exuberante imaginación para someter a su personaje —su álter ego Rosita— a una dura prueba que nos mantuvo a sus lectores en vilo; porque con el honor no se juega, menos con el de los niños. Queda también para el recuerdo el astuto Alonso, un sapo compasivo que habitaba “más allá del gran arbusto”, título con el que Yaxes fue premiado como obra ganadora de la II Bienal de Cuento Infantil ICPNA 2006. Desde entonces se han multiplicado varias veces sus reimpresiones. 

Después vino Goma de mascar, otra dura prueba para sus protagonistas, la talentosa Liza y Blanca, su fiel y protectora hermana. Descubrimos así que agazapadas en cada recodo del camino aguardan pruebas que deberemos sobrepasar para que tal aprendizaje ofrezca alguna garantía de que en adelante evitaremos el dolor y realizaremos lo mejor de nosotros mientras nos quede aliento. Pensar que todo puede empezar con mascar un chicle. Lo demás será azar, valentía y buena fortuna.

Son tres libros la obra publicada de Rosa Carrasco; muy distintos, pero conducidos con el mismo pulso diestro y montaje eficaz aprendido del cine, como en más de una ocasión ha revelado nuestra autora. Sin embargo, toda obra que se precie de serlo debe ofrecer algo más en la próxima entrega. Carnaval cumple con creces esa condición. Así, Rosita comprende que ser la mejor jugando yaxes la ha puesto en un lío —la pobre no sabe que la cosa recién empieza—; Liza y Blanca están metidas en menudo asunto solo por buscar el placer sin escalas en el azúcar de las golosinas; entretanto, los trabajos y los días de los chicos de la calle Del Coronel los conducirán a tiempos tan lejanos que es como si nunca hubieran sucedido, tan remotos como el carnaval de 1939; pero ahí estuvo Matilde para conducirlos en el hermoso alumbramiento de su sensibilidad.

Un detalle no menor de Carnaval es la comida, aunque sería mejor decir gastronomía. La pequeña Orietta —personaje señero de esta adorable ficción tan cercana a lo real— es quien tuvo la secreta intuición de que el corazón de Rasvan Comaniescu tenía que ser asaltado por el estómago. Nada más prosaico. No lo es. Lo sabe Rosa Carrasco, que ha añadido un luminoso planeta a su obra, ya galaxia, pero amenaza ser constelación. Solo es cuestión de que la leamos.


martes, 23 de junio de 2020

Más allá de los manuales de estilo

Me gusta decir que soy, sobre todo, escritor. Pero al margen de lo que me guste o no, soy editor muchas más horas de lejos que escritor; de eso vivo. Además y sin embargo, también soy profesor, hijo y sobrino de profesores, y yerno de legendarios maestros. Hasta que llegó un día, como hoy por ejemplo, en que prescindimos, obligados por las circunstancias, de atributos hasta hoy fundamentales de los actos de enseñar y aprender. A ese tren he de subirme, más de ganas que de fue
rza, por cierto, invitado por la American Translators Association, ATA. Serán sesenta minutos para conversar sobre los manuales de estilo, algo que puede parecer excesivo, pues ocurre que compramos un manual para que nos enseñe -de una forma necesariamente sencilla y por definición autodidacta- a hacer ciertas cosas con el lenguaje escrito. Por eso mi participación en los ATA Webinar Series se llamará Beyond Manuals of Style, pero en buen español, desde luego. Ustedes y yo estamos más que bienvenidos.
https://ataspd.org/…/ata-webinar-series-beyond-manuals-of-…/

lunes, 22 de junio de 2020

Un hombre correcto

Se ha oído decir que para muchos oficios hay que nacer, entre otros, para futbolista, artista y genio. No es el caso del corrector, ocupación a la que uno va llegando como sucede con muchas cosas en la vida, aquellas situaciones a las que arribamos en virtud de una en aparente caótica acumulación de actos que hemos dado en llamar destino. En mi caso, como para muchos, ingresar al humilde gremio de los correctores tuvo como antecedentes una mediocre carrera universitaria en Letras, interrupciones esporádicas de los estudios por problemas económicos y propinas mezquinas que, a larga, me impulsaron a trabajar en aquello que podía realizar sin que me exigieran extensos pergaminos ni altas calificaciones. Bastaba con tildar las palabras cuando fuera necesario y poseer la intuición clara y suficiente para darle a la sucesión de oraciones pausa que no perjudicara el sentido y, si talento había, lo mejorase. 
Después de pasar por mi primer trabajo de corrector, sin pena ni gloria, fui echado a calle a la primera reducción de personal. De allí aprendí una primera lección: nadie es imprescindible, menos un corrector. Mi siguiente empleo me deparó un magro sueldo, pero, en compensación, un singular aprendizaje. Ser pupilo de don Juan, mi jefe, constituyó una considerable inyección de estima para alguien que pronto había aprendido que el corrector viviría siempre a la sombra del redactor. Entonces, me sentía como el modesto cajero de un opulento banco que se pasa la vida contando dinero ajeno. Un censor de la creatividad que se ufana de descubrir un error en un texto que es incapaz de elaborar. Con don Juan todo cambió. Erigido en fiscal insobornable, estallaba en iras descomunales en medio de la sala de redacción, blandiendo la prueba infestada de rojas correcciones y preguntando quién era el animal responsable de tamaño desconcierto. Los redactores tenían que ir con cuidado con él, a la hora de escribir y también de topárselo. Una tarde, mientras le sacaba el cuerpo a una pulla alusiva a su edad –más de sesenta–, dijo que él era como la uva, que de madura prodigaba buen vino y luego, magra y rugosa, pasa ya, endulzaba los paladares. La redactora más torpe, pero de formas generosas, le preguntó qué fruta podía ser ella. «Mango», dijo, incorruptible, sereno, y con media vuelta desapareció.

Gremio modesto
El gremio de los correctores es, por definición, modesto. Somos seres opacos, que no reflejan la luz ni la dejan pasar. Compartimos todos los vicios de los periodistas, mas no sus virtudes. Lejos de nosotros la creatividad y el desparpajo, el pase libre a los más diversos eventos, un dejo de superioridad al enfrentarse a la autoridad, con la mano pronta para esgrimir el carnet del colegio. Muy cerca el bienestar de las cantinas, la adicción al tabaco, el horario irregular, la comida al paso y las úlceras. Quizá por el sueldo escaso, solemos ir vestidos con austeridad, cuando no mal gusto. Un puesto que me dio sólo disgustos por un par de años me hizo compañero vespertino del Chaval, corrector limpio pero plano. Nunca le conocí más camisa que una celeste y un pantalón de un azul desvaído, brillante, ajustado a la breve cintura con pretinas sujetas a botones, y los bolsillos de corte horizontal. Una gorra con visera, azul también, siempre nos hizo estar todavía más lejos de sus pensamientos, de descubrir quizá, mirando su desnudo cráneo, si había algo capaz de emocionarlo.

El corrector pretencioso
Pero a despecho de una condición subalterna, de última rueda, digamos, uno de los pocos lugares de una redacción que da cabida a la literatura es el departamento de corrección. Allí reposan los lectores compulsivos, los narradores aguantados y los poetas de servilleta, después de las cervezas suficientes para hacer creer que ya escribiremos cuando tengamos tiempo, que en vano no se nos ocurren ingeniosos cuentos y hasta, cómo no, novelas totales. Y aun cuando, en los días malos, con puteada del editor incluida, se llega a creer que seremos correctores toda la vida, surgen las figuras salvadoras de un Ernesto Cardenal, corrector durante años del Fondo de Cultura Económica, o el buen Saramago, que viejo recién degustó las mieles de la fama y el reconocimiento.
La literatura se convierte en el último reducto para no sentirse menos, para evitar que la subestima prospere, la única posibilidad para ubicarse en el polo opuesto al del corrector cumplidor, pobre y taciturno, sin percatarnos de que derivamos al incierto terreno de las promesas y las pretensiones, lejos del piso, donde las ropas modestas y el menú de tres soles puedan convertirse en penurias de artista sensible e incomprendido.

Justos por pecadores
Todo trabajo trae consigo responsabilidades, aunque ninguno como el correcteril quehacer. El corrector es el arquero de las redacciones. Todos pueden equivocarse, menos él. El delantero puede fallar un gol, el defensa errar un pase; pero el corrector es el único culpable de que en un malhadado instante el redactor piense en los huevos del toro y el editor se afane con demasiado ahínco en buscar un titular propicio en desmedro de un desliz en el texto.  
Una palabra mal escrita, una tilde ausente o la coma traicionera que cambia gato por liebre le son toleradas a este mártir de la escritura con un gesto de desagrado y apenas condescendiente. Menos en un titular. Antes del nuevo evangelio de la eficiencia y la calidad total costaba una suspensión; hoy, casi siempre, el puesto.
Con la errata pendiente sobre su testa, este obrero sigiloso e incomprendido, además de sortear las trampas que tienden la desconcentración, la duda y el apuro, tiene enemigos formidables que, sin quererlo, lo destruyen: los diagramadores. Todavía recuerdo la ruda llamada de atención que emparé porque en el artículo editorial que procuro olvidar, el diagramador de turno cambió una palabra por otra en su titular, sencillamente porque la tipeó nuevamente sin avisarme. En pos de forma –y no del contenido–, la composición y el color –y no del sentido–, le prestó nula importancia a esos escasos veintinueve signos que, combinados entre sí, no pueden ser más que opaca uniformidad en sus aspiraciones de plástico gráfico, y que olvidó considerar como origen de mi sustento.

Sin embargo, hay días en que es posible llegar temprano a casa, leer más que de costumbre y, si el ánimo lo permite, reiniciar el relato que esperamos sea genial, y acostarse pensando que corregir no es tan malo, que quizá mañana ayudemos al redactor a redondear su nota con el adjetivo iluminador o el sinónimo que evite una reiteración penosa; que el editor no se percate de un error que pudo ser fatal y tú se lo hagas saber y te palmotee en la espalda aliviado, agradecido y diciendo «bien, muchacho».


Un asunto de familia

Un amigo me contaba de un compañero suyo que se presentaba en Estados Unidos como “Shoemaker”. Sonoro apellido, elegido para mimetizarse en el medio anglosajón, pero también comprometió algo más que la eufonía para involucrar la semántica. Ocurre que el buen amigo, peruano para más señas, respondía al apellido de “Zapatero” (y a propósito de zapateros, los amantes del fútbol de mi edad pudimos admirar a uno de los mejores arqueros alemanes, Tony Schumacher, apellido al que solo le falta una “h” para significar zapatero; en buen teutón, “schuhmacher”).

            Este paralelo entre el inglés y el alemán, por ejemplo, llamado similitud léxica, es muy frecuente. Basta que un hablante que conozca medianamente el inglés y algo de alemán para dar con la fuente común de la que se han nutrido. Y lo mismo entre el inglés y el español, aunque no siempre por las mismas razones. Es decir, si “estrella” es en inglés star obedece a que su étimo está en el indoeuropeo (una remota y varias veces milenaria lengua de donde han bebido el latín y las lenguas románicas, así como el germánico, entre otras más). Sin embargo, “atención”, “frecuente” y “extremo” corresponden a attention, frequent y extreme; esto debido a su étimo latino, respectivamente: attendere, frequens y extremus.

            Mientras tanto, aquí en América Latina, los vínculos entre las variedades habladas en el continente han creado un complejo mercado de intercambios que son más interesantes porque se dan dentro de los límites de una misma lengua, el español. En el caso del hablado en México, por ejemplo, “pendejo” quiere decir algo opuesto a como lo entendemos en Perú: “tonto y estúpido” en el norte y “astuto y taimado” entre nosotros. Del mismo modo que con la expresión “pesado”, aburrido e inaguantable para nosotros, así como excelente y buenísimo entre los colombianos. Pero volviendo a México, ocurre algo llamativo con su elección del verbo “coger” como sinónimo de consumar el acto sexual, que en español del Perú no tiene esa connotación, cuyo exacto correspondiente es, sea vulgarmente dicho, “cachar”, usado sin embargo por los mexicanos para “coger” como lo entendemos nosotros, es decir, “tomar” o “atrapar”. Puede que esto se deba a la cercanía del to catch en el vecino del norte. No sé; es solo una idea.

            Como fuere, lo que estos casos dejan claro es que la vida de las lenguas es una larga y compleja historia de tránsitos de ida y vuelta que hacen a unos hablantes inesperados parientes de otros —lo que nos convierte siempre en padres, hijos, primos o hermanos de alguien—, en lo que constituye una abigarrada red de relaciones que atrapa asuntos tan diversos como la fonología, semántica, sintaxis o morfología. Un caso extremo sucede con el espanglish, que toma rain para crear “rainear” o map para mejor decir “mapear” en lugar de “trapear”; en buena cuenta, es la estrategia conocida por cualquier lengua de hacer de un sustantivo un verbo.

            Todo esto quiere decir por lo menos dos cosas: primero, no hay algo así como lengua pura (o castiza como a algunos les gusta decir); y segundo, cualquier fusión o división para volverse a fundir obedece a reglas, sin importar lo extravagante, espurio o bastardo que nos pueda parecer el resultado. No importa lo superior que se sienta el hablante a causa de su cuidada dicción y compleja expresión, todos los que emplean el lenguaje lo hacen y lo siguen haciendo de tal modo porque es funcional a sus intenciones comunicativas. Recordemos si no el lugar de donde viene nuestra lengua, España, por todo donde a lo largo de los siglos todo mundo dejó su simiente (junto con sus palabras), entre ellos los árabes, cuyos sonidos seguimos pronunciando en la Lima de hoy sin que nos tiemble la voz, sea el alcohol que no hay que beber en exceso, nuestro ojalá para rogar que algo suceda (de “oh, Alá”), el jarabe que nos calma la tos o el alambique donde se destila el peruanísimo pisco.

            Finalmente, entre muchos otros aspectos, la lengua es un asunto de familia, y como tal se somete a determinadas “estructuras elementales del parentesco”, tal cual se llamó el fundamental libro del antropólogo francés Claude Levy-Strauss, que introdujo así el estructuralismo en las ciencias sociales. Pero la idea de explicar la realidad social por medio del concepto de estructura tiene su origen en el padre de la lingüística, Ferdinand de Saussure, quien entendió la lengua como un sistema —palabra que prefirió en lugar de estructura, que nunca usó—. Cuentan que fue luego de una provechosa conversación con Roman Jakobson que Levi-Strauss unió la lingüística con la antropología para dar inicio al estructuralismo como sistema de pensamiento en otros ámbitos. Como lo dijo el filósofo Heráclito de Éfeso hace 2500 años, llamado el Oscuro: panta rei, todo fluye.


Necesarias arbitrariedades

Hay un momento en la historia que tenemos en común con nuestra lengua, cuando niños, en el que no encontramos razón para que la mesa se llame “mesa” y el caballo, pues “caballo”. Y luego pasamos a otra cosa. Así es la infancia, maravillosa e imprevisible para quienes somos sus protagonistas.

            Cuando Ferdinand de Saussure sentó las bases del estudio de la lingüística lo hizo con tal fortuna que en adelante aquella fue el marco para posteriores desarrollos en otras disciplinas; esfuerzos que tienen en común entrar en el rótulo de “estructuralismo” (si bien es cierto que Saussure, más que de estructura, habló de “sistema”). De hecho, cuenta la leyenda que el antropólogo Claude Levi-Strauss alumbró su Estructuras elementales del parentesco luego de tomarse un café en Nueva York con Roman Jakobson, nombre capital en la lingüística posterior a Saussure.

            Sin embargo, como ocurre con todo acto fundacional, el Curso de lingüística general de Saussure experimentó ajustes, correcciones y desarrollos entre sus seguidores. Uno de los más notorios es el que se refiere a la pretendida arbitrariedad del signo lingüístico; es decir, que no hay razón alguna más allá de nuestro libre arbitrio para llamar “caballo” al caballo, que no hay ningún motivo más allá de nuestra libre elección para llamar “rosa” a la rosa, acto nominativo que la novela de Umberto Eco El nombre de la rosa convirtió en una imaginativa exploración acerca de la relación entre las cosas y sus nombres.

            Hasta aquí todo bien. Pero no. Nunca es tan fácil. Y esto tiene que ver con la etimología. Quiero decir, bien vista, la arbitrariedad del signo lingüístico solo es tal cuando su nacimiento se pierde en la noche de los tiempos, un momento del que nadie tiene noticia. Luego de eso, todas las palabras echan a andar, las recibimos, las usamos y las legamos a los que vendrán. En esto no hay nada de arbitrario. Por eso Emile Benveniste hizo un ajuste para proponer que la relación dentro del signo lingüístico

entre significante y significado —entre su materia fónica y aquel concepto al que refiere— era necesaria. Por cierto que cualquier significado puede adherirse al significante que le plazca, pero, una vez consolidada, la unión deja de ser arbitraria para tornarse un vínculo vivo y dinámico cuya andadura por el tiempo es materia de la etimología.

            Dedicada a establecer el “origen de las palabras, razón de su existencia, de su significación y de su forma”, habitualmente la etimología ocasiona en el hablante que se entera del origen e historia de una expresión una sorpresa basada en el hecho de reconocer que aquella etiqueta adherida a cierto significado que solemos llamar palabras no era para nada arbitraria, sino que respondía a la demorada historia de la lengua de la cual solemos ser inconscientes y bienintencionados usuarios.

            En un hecho tan cotidiano como ir a comer a un restaurante, los comensales acostumbran ignorar que van, más que para satisfacer su paladar, a pedir un plato sobre todo “restaurante”, que los restaure de sus idas y venidas por el ancho mundo.

            Lo mismo con la pasión. Quién no se entrega con el pecho expuesto a una, sea la amorosa, futbolera o la alentada por nuestra más íntima vocación profesional. Pero solemos ignorar que “pasión” es el sustantivo del verbo “padecer”. Por eso no hay que atender demasiado a esos hinchas futboleros que solo exigen victorias a sus equipos. Son víctimas de un espejismo. Tal demanda es algo tan necio como creer que lo que busca un ludópata cuando va a al casino es ganar. No, el adicto a los juegos de azar quiere perder la camisa, ganar dos y volverlas a perder, todo en la misma noche. De eso se trata apostar,  vivir todo lo intenso que se pueda montado en la rueda de la fortuna. Por eso también el amor es pasión, ese ir y venir entre la combustión interna y el objeto del deseo. Sin embargo, el amor pasión también termina, y cuando ya no nos hace padecer es porque se ha tornado rutina, tedio y reiteración.

            La etimología es así una vía de encuentro de esa materia viva, sutil y aérea que escapa de nuestros labios —compuesta de vocales y consonantes hechas de fricciones, oclusiones, entonaciones, aspiraciones e inspiraciones— con una larga historia que relaciona, por ejemplo, a los algoritmos que ya gobiernan nuestras vidas con un remoto matemático persa conocido como Al Juarismi, responsable de que llamemos a los números escritos con la nomenclatura arábiga guarismos.

Entre los aullidos de la remota manada de donde provenimos y las más extremas prestidigitaciones de la poesía, pasando por el clan hasta terminar en la familia, hay un dilatado recorrido del lenguaje que alguna vez imaginamos arbitrario para descubrir después que solo somos constantes y disciplinados hacedores de etimologías.