Un amigo me contaba de un
compañero suyo que se presentaba en Estados Unidos como “Shoemaker”. Sonoro
apellido, elegido para mimetizarse en el medio anglosajón, pero también
comprometió algo más que la eufonía para involucrar la semántica. Ocurre que el
buen amigo, peruano para más señas, respondía al apellido de “Zapatero” (y a
propósito de zapateros, los amantes del fútbol de mi edad pudimos admirar a uno
de los mejores arqueros alemanes, Tony Schumacher, apellido al que solo le
falta una “h” para significar zapatero; en buen teutón, “schuhmacher”).
Este paralelo entre el inglés y el alemán, por ejemplo,
llamado similitud léxica, es muy frecuente. Basta que un hablante que conozca
medianamente el inglés y algo de alemán para dar con la fuente común de la que
se han nutrido. Y lo mismo entre el inglés y el español, aunque no siempre por
las mismas razones. Es decir, si “estrella” es en inglés star obedece a que su
étimo está en el indoeuropeo (una remota y varias veces milenaria lengua de
donde han bebido el latín y las lenguas románicas, así como el germánico, entre
otras más). Sin embargo, “atención”, “frecuente” y “extremo” corresponden a
attention, frequent y extreme; esto debido a su étimo latino, respectivamente:
attendere, frequens y extremus.
Mientras tanto, aquí en América Latina, los vínculos entre
las variedades habladas en el continente han creado un complejo mercado de
intercambios que son más interesantes porque se dan dentro de los límites de
una misma lengua, el español. En el caso del hablado en México, por ejemplo,
“pendejo” quiere decir algo opuesto a como lo entendemos en Perú: “tonto y
estúpido” en el norte y “astuto y taimado” entre nosotros. Del mismo modo que
con la expresión “pesado”, aburrido e inaguantable para nosotros, así como
excelente y buenísimo entre los colombianos. Pero volviendo a México, ocurre
algo llamativo con su elección del verbo “coger” como sinónimo de consumar el
acto sexual, que en español del Perú no tiene esa connotación, cuyo exacto
correspondiente es, sea vulgarmente dicho, “cachar”, usado sin embargo por los
mexicanos para “coger” como lo entendemos nosotros, es decir, “tomar” o
“atrapar”. Puede que esto se deba a la cercanía del to catch en el vecino del
norte. No sé; es solo una idea.
Como fuere, lo que estos casos dejan claro es que la vida
de las lenguas es una larga y compleja historia de tránsitos de ida y vuelta
que hacen a unos hablantes inesperados parientes de otros —lo que nos convierte
siempre en padres, hijos, primos o hermanos de alguien—, en lo que constituye
una abigarrada red de relaciones que atrapa asuntos tan diversos como la
fonología, semántica, sintaxis o morfología. Un caso extremo sucede con el
espanglish, que toma rain para crear “rainear” o map para mejor decir “mapear”
en lugar de “trapear”; en buena cuenta, es la estrategia conocida por cualquier
lengua de hacer de un sustantivo un verbo.
Todo esto quiere decir por lo menos dos cosas: primero,
no hay algo así como lengua pura (o castiza como a algunos les gusta decir); y
segundo, cualquier fusión o división para volverse a fundir obedece a reglas,
sin importar lo extravagante, espurio o bastardo que nos pueda parecer el
resultado. No importa lo superior que se sienta el hablante a causa de su
cuidada dicción y compleja expresión, todos los que emplean el lenguaje lo
hacen y lo siguen haciendo de tal modo porque es funcional a sus intenciones
comunicativas. Recordemos si no el lugar de donde viene nuestra lengua, España,
por todo donde a lo largo de los siglos todo mundo dejó su simiente (junto con
sus palabras), entre ellos los árabes, cuyos sonidos seguimos pronunciando en
la Lima de hoy sin que nos tiemble la voz, sea el alcohol que no hay que beber
en exceso, nuestro ojalá para rogar que algo suceda (de “oh, Alá”), el jarabe
que nos calma la tos o el alambique donde se destila el peruanísimo pisco.
Finalmente, entre muchos otros aspectos, la lengua es un
asunto de familia, y como tal se somete a determinadas “estructuras elementales
del parentesco”, tal cual se llamó el fundamental libro del antropólogo francés
Claude Levy-Strauss, que introdujo así el estructuralismo en las ciencias
sociales. Pero la idea de explicar la realidad social por medio del concepto de
estructura tiene su origen en el padre de la lingüística, Ferdinand de
Saussure, quien entendió la lengua como un sistema —palabra que prefirió en
lugar de estructura, que nunca usó—. Cuentan que fue luego de una provechosa
conversación con Roman Jakobson que Levi-Strauss unió la lingüística con la
antropología para dar inicio al estructuralismo como sistema de pensamiento en
otros ámbitos. Como lo dijo el filósofo Heráclito de Éfeso hace 2500 años,
llamado el Oscuro: panta rei, todo fluye.
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