lunes, 22 de junio de 2020

Un asunto de familia

Un amigo me contaba de un compañero suyo que se presentaba en Estados Unidos como “Shoemaker”. Sonoro apellido, elegido para mimetizarse en el medio anglosajón, pero también comprometió algo más que la eufonía para involucrar la semántica. Ocurre que el buen amigo, peruano para más señas, respondía al apellido de “Zapatero” (y a propósito de zapateros, los amantes del fútbol de mi edad pudimos admirar a uno de los mejores arqueros alemanes, Tony Schumacher, apellido al que solo le falta una “h” para significar zapatero; en buen teutón, “schuhmacher”).

            Este paralelo entre el inglés y el alemán, por ejemplo, llamado similitud léxica, es muy frecuente. Basta que un hablante que conozca medianamente el inglés y algo de alemán para dar con la fuente común de la que se han nutrido. Y lo mismo entre el inglés y el español, aunque no siempre por las mismas razones. Es decir, si “estrella” es en inglés star obedece a que su étimo está en el indoeuropeo (una remota y varias veces milenaria lengua de donde han bebido el latín y las lenguas románicas, así como el germánico, entre otras más). Sin embargo, “atención”, “frecuente” y “extremo” corresponden a attention, frequent y extreme; esto debido a su étimo latino, respectivamente: attendere, frequens y extremus.

            Mientras tanto, aquí en América Latina, los vínculos entre las variedades habladas en el continente han creado un complejo mercado de intercambios que son más interesantes porque se dan dentro de los límites de una misma lengua, el español. En el caso del hablado en México, por ejemplo, “pendejo” quiere decir algo opuesto a como lo entendemos en Perú: “tonto y estúpido” en el norte y “astuto y taimado” entre nosotros. Del mismo modo que con la expresión “pesado”, aburrido e inaguantable para nosotros, así como excelente y buenísimo entre los colombianos. Pero volviendo a México, ocurre algo llamativo con su elección del verbo “coger” como sinónimo de consumar el acto sexual, que en español del Perú no tiene esa connotación, cuyo exacto correspondiente es, sea vulgarmente dicho, “cachar”, usado sin embargo por los mexicanos para “coger” como lo entendemos nosotros, es decir, “tomar” o “atrapar”. Puede que esto se deba a la cercanía del to catch en el vecino del norte. No sé; es solo una idea.

            Como fuere, lo que estos casos dejan claro es que la vida de las lenguas es una larga y compleja historia de tránsitos de ida y vuelta que hacen a unos hablantes inesperados parientes de otros —lo que nos convierte siempre en padres, hijos, primos o hermanos de alguien—, en lo que constituye una abigarrada red de relaciones que atrapa asuntos tan diversos como la fonología, semántica, sintaxis o morfología. Un caso extremo sucede con el espanglish, que toma rain para crear “rainear” o map para mejor decir “mapear” en lugar de “trapear”; en buena cuenta, es la estrategia conocida por cualquier lengua de hacer de un sustantivo un verbo.

            Todo esto quiere decir por lo menos dos cosas: primero, no hay algo así como lengua pura (o castiza como a algunos les gusta decir); y segundo, cualquier fusión o división para volverse a fundir obedece a reglas, sin importar lo extravagante, espurio o bastardo que nos pueda parecer el resultado. No importa lo superior que se sienta el hablante a causa de su cuidada dicción y compleja expresión, todos los que emplean el lenguaje lo hacen y lo siguen haciendo de tal modo porque es funcional a sus intenciones comunicativas. Recordemos si no el lugar de donde viene nuestra lengua, España, por todo donde a lo largo de los siglos todo mundo dejó su simiente (junto con sus palabras), entre ellos los árabes, cuyos sonidos seguimos pronunciando en la Lima de hoy sin que nos tiemble la voz, sea el alcohol que no hay que beber en exceso, nuestro ojalá para rogar que algo suceda (de “oh, Alá”), el jarabe que nos calma la tos o el alambique donde se destila el peruanísimo pisco.

            Finalmente, entre muchos otros aspectos, la lengua es un asunto de familia, y como tal se somete a determinadas “estructuras elementales del parentesco”, tal cual se llamó el fundamental libro del antropólogo francés Claude Levy-Strauss, que introdujo así el estructuralismo en las ciencias sociales. Pero la idea de explicar la realidad social por medio del concepto de estructura tiene su origen en el padre de la lingüística, Ferdinand de Saussure, quien entendió la lengua como un sistema —palabra que prefirió en lugar de estructura, que nunca usó—. Cuentan que fue luego de una provechosa conversación con Roman Jakobson que Levi-Strauss unió la lingüística con la antropología para dar inicio al estructuralismo como sistema de pensamiento en otros ámbitos. Como lo dijo el filósofo Heráclito de Éfeso hace 2500 años, llamado el Oscuro: panta rei, todo fluye.


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