Josemári y yo pertenecimos a una generación de
escritores y estudiantes de literatura al mismo tiempo que empezaron su vida
laboral como correctores en un diario, casi por la misma época; pero nuestros
caminos se cruzaron y estrecharon para siempre cuando hubo de viajar a España
por asuntos de estudios, algo breve me dijo, a lo mucho tres meses. Lo que me
pidió fue que lo reemplazara en el diario en el que era corrector y le
devolviera su trabajo cuando regresara. Ahora, a la distancia, valoro mucho más
la confianza que en su momento no solo por su naturaleza intrínseca y
agradecimiento a un ausente definitivo, sino porque mi paso por Síntesis,
periódico económico, fue un tramo importante del camino en el que ahora me
encuentro. Ya sabemos, vistas las cosas en retrospectiva se someten a otra luz,
al parecer gobernadas por una forma de destino que quizá sea una fantasía,
cuando todo acto presente lo concebimos como tributario del pasado. Todos somos
profetas del pasado.
A tono con eso, mi experiencia en Síntesis no
pudo ser más azarosa. Cuando nos despedimos, Josemári me dijo cuánto ganaba y
me aseguró que pagaban a tiempo, algo que cambió para siempre apenas tomó su
avión rumbo a Europa, pues en adelante solo pude ver cien soles semanales como
sueldo por casi dos años porque el diario había entrado súbitamente en crisis.
Digo esto cuando mi expectativa era ganar 1200 soles. No saquemos cuentas.
¿Para qué? Mejor hablar de todas las otras cosas valiosas que me dio ese
trabajo por cuenta de Josemári, como ser tratado como cliente de confianza por
la señora que preparaba unas viandas poderosas solo porque yo era su reemplazo
temporal. Yo también me apliqué a la comida, pero nunca como Josemári, cuyo
permanente ánimo sibarita y hedonista, además de su apetito voraz, lo hacía
preferir exquisiteces como leche con Milo y tostadas untadas generosamente con
mantequilla y mermelada.
Otra cosa que le debo a Josemári fue tener como
jefe a Juan Campodónico, lujo de maestro a quien le debí primero mi destreza
como corrector y posterior fortuna como editor. A don Juan le gustaba recordar
a Josemári. Lo quería bien y con afecto. Me contó varias anécdotas con él, pero
hay una que no olvido. Ocurre que Josemári solía llegar tarde, y eso porque él
siempre fue el poeta Josemári Recalde, antes de Libro del sol y de los
recitales donde paseo su identidad entrañable que el recuerdo vuelve todavía
mejor; quiero decir, la suya fue vida de poeta. Sus justificaciones con don
Juan eran algo tan insólito como decir que salió un rato de su cuarto y cuando
regresó la puerta se había cerrado, y no tenía consigo la llave, y tuvo por eso
que entrar por una pequeña ventana, todo lo cual demoró su llegada al trabajo.
Pero la mejor fue cuando se apareció a las 5 y 45, cuando la entrada era a las
5 de la tarde, y le dijo a don Juan que hubiera llegado a tiempo, pero estuvo a
las 5 cerca, entre Javier Prado y la Arequipa. Don Juan, furibundo, le dijo:
“Pues trabaje en ese cruce mejor, y así llega tiempo”. El amante de los
rituales elaborados que siempre fue Josemári soñó varias veces después en
juntar a los camaradas de Síntesis, el Chaval, César Vallejo (así se llama, no
es broma), Víctor Romaní, don Juan Campodónico y este servidor. “Solo
correctores”, insistía Josemári con gremial inspiración.
Josemári no reclamó su puesto a su regreso. Me lo
cedió generosamente, y si soy quien soy ahora es también por ese gesto. Lo
mejor de todo es que adelante no dejaríamos de vernos, sobre todo porque se
mudó a la buhardilla de dos pisos que fue de su abuela, “mi boudoir”, decía con esa coquetería tan viril que fue
uno de sus rasgos distintivos, como cuando le pregunté si había leído Paradiso,
de Lezama Lima, y me dijo sonriendo con singular encanto “solo el capítulo 8”.
Dejé Síntesis, me pagaron lo que me debían con la
edición de mi primer libro de cuentos (eso también te lo debo, Josemári), seguí
corrigiendo y nuevamente un trabajo cruzó mi camino con el de Josemári. Ambos
estuvimos en el bolo para ocupar la plaza, un trabajo muy bien pagado, gran
experiencia formativa para mí que duró cinco años. Me quedé con el puesto;
Josemári de alguna forma me lo cedió, pero a cambio fue él un habitué de mi
casa, que llenó de alegría y eventos maravillosos con sus frecuentes visitas.
Sé que Rosa, mi reciente esposa, toleró mejor aquellos días del profesional en
formación que fui porque la austera vida que le podía ofrecer de artista en
cierne tenía ese calor e intensidad definidas también por la presencia de
alguien en muchos sentidos exuberante como Josemári.
Nunca olvidamos con Rosa la noche que Josemári
nos pasó la voz desde la calle. Eran casi las once. Salí a mi ventana desde el
cuarto piso, y lo primero que me llamó la atención fue que su cuerpo estaba
encajado en un exquisito traje marrón que lo hacía lucir como un estilete. Le
lancé la llave, subió, le dije que tenía poco dinero, Rosa nos dio unas monedas
(siempre lo hacía), salimos y regresamos con una botella plástica de medio
litro llena de llonque. Fue una amable noche en la intimidad de mi dormitorio,
Rosa y yo sentados en la cabecera y Josemári conversando con calor desde un
taburete al pie de la cama. El llonque hizo su trabajo, nos emocionamos de
estar vivos y juntos, y de pronto Josemári se puso de pie y entonó unas
canciones en portugués que aprendió a su paso por Lisboa.
Ese era Josemári.
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