“Déjame presentarme, soy un hombre de riquezas y
buen gusto”, pero esta noche soy Daniel Soria, mejor dicho, el agente de
seguridad Daniel Soria. Por cierto que a veces siento simpatía por el demonio,
como cuando me propusieron hacer este trabajo por cincuenta soles a cambio de
ver al mismo tiempo el concierto más esperado de la historia en el Perú.
Lo primero fue rigurosamente cierto: me dieron
cincuenta soles por llegar al Estadio Monumental a la una de la tarde vestido
de negro, incluidos la gorra, el canguro y el calzado, pero afeitado, eso sí,
que este patibulario oficio merece también salvar las apariencias. Lo segundo
fue mentira, descubrimiento que tenía que hacerse con la experiencia —como lo
supe tan concretamente—, un boleto que se compra después de la función. Sucede
que no puedes servir a dos amos al mismo tiempo, sea a sus majestades
británicas (o Satán, dado el caso) o la supuesta razón por la que has venido a
trabajar por doce horas a cambio, lo repito, de cincuenta soles, y la
reiteración no quiere ser una ofensa, sino la triste repetición del guarismo de
una puta explotación; sin agua ni comida, por lo demás. Lo que sí fue una
cabronada es que mediodía después (y esta palabra solar solo quiere evitar
repetir el número doce), a sabiendas nuestros reclutadores de que nuestra
soldada era cincuenta mangos, es que nos pagarán de a dos, es decir, con un
billete de cien, papelito difícil de partir en dos en el extremo de Ate durante
la primera hora de la madrugada del lunes más cursi de la historia de la
comunicación humana en los tiempos del periodismo basto y vasto, Facebook, la
globosfera, el e-mail y el wasap.
Pero este descubrimiento, la monogamia que te
obliga solamente a hacer un durísimo trabajo mientras sesenta mil personas a tu
lado pasan uno de los mejores momentos de su vida (bueno, es lo que dicen), lo
tuve que hacer en la cancha. Bueno, no fue la cancha. Podría ensayar decir en
el escenario para apelar a otra metáfora, pero en realidad fue en el inframundo
del escenario, y esto no es una metáfora. ¿Y qué fue lo que me condujo bajo la
tierra, justo debajo de los pies de Mick Jagger? Mi estatura, mis músculos y mi
barriga, en ese orden.
Tengo 45 años, la edad en que los hombres nos
damos cuenta de que estamos envejeciendo. Como otra veces antes, después de los
35 la constatación no es una novedad, pero en esta oportunidad es claro que
será para siempre. A los 43 había llegado a los 135 kilos y me propuse por
tercera vez bajar por lo menos 30. Fueron 40 kilos en seis meses, a 92. Seis
meses después, en la celebración de mis 44, tenía 98. Por cierto que no solo
bajé de peso, sino que le metí fierro al cuerpo en serio, de manera que el
tributo a la vanidad que fue el retrato que puse en Facebook por mi cumpleaños
me pillaba abandonando lentamente la delgadez pero con una facha respetable, y
no voy a decir “para mi edad” porque es un relativismo que no me hace justicia.
Este domingo 6 de marzo pesé en la mañana 110 kilos, 12 más que en la foto que
era mi electrónico orgullo. Sobra decir que no es una cifra que me haga empezar
el día muy contento, y menos cuando me convertiré en el agente de seguridad
Daniel Soria, pero la tarde me reservaba una satisfacción: encontrar que hay un
grupo de hombres atléticos, altos y panzones que todavía pueden ganarse unos
mangos con los huevos. Es fácil y rápido en el español del Perú resumir la
virilidad en los testículos, los huevos, aunque tenerlos grandes te pueda
convertir en un huevón, aumentativo que por esos vericuetos del idioma no te
hace gramaticalmente más hombre, sino un cojudo, palabra que a letra quiere
decir “no castrado”, como para añadir un arabesco más al agravio lingüístico.
A pesar de tener dos hermanos, uno mayor y otro
menor, uno entero y el otro medio, él único que reconozco como tal es Axel, mi
amigo grande que siempre a diez años de distancia echó una mirada protectora
sobre mí y cincuenta mangos más de una vez cuando los necesité. Eso no hay cómo
pagarlo, por lo menos no en una vida; pero quizá lo que más le deba es que haya
sido y siga siendo una de las personas de las que aprendí cómo hacerme hombre.
Pero faltaba una última lección: verlo ir al concierto por una mierda de plata
—pero a cambio de mucho respeto, si bien entregado con mezquindad y de costado
por sus colegas e incluso superiores, cuando no en silencio obstinado—, después
de trabajar durante dos noches en una discoteca y descansar unos pocos minutos
durante el día, el rostro arrasado por el agotamiento y la voz ronca por arrear
a los noctámbulos impenitentes. Eso para mí son huevos, en español de Jesús
María, y sin un pelo de cojudo.
Axel se proponía que trabajáramos codo a codo, un
poco por protegerme, otro poco por conveniencia, mucho por vivir esto juntos
los vástagos de dos familias cuya unión empezó cuando mi madre afrontó el
momento más crítico de su vida acompañada por su padre, Óscar Devéscovi, hace
casi 46 años.
Pero bueno, como decía, mi porte hizo que me
eligieran entre los primeros para entrar al estadio en el grupo más cercano a
los Stones. Yo fui a dar justo debajo del escenario, donde trajinaban una
docena de técnicos, casi todos ingleses, responsables de que el concierto
marchara. Mis instrucciones fueron claras y escuetas: apenas Jagger y sus
compinches subieran al escenario, yo solo debía permitir que circularán debajo
de ellos los que llevaran cierto tipo de identificación en el pecho o la
muñeca. En concreto, un trabajo de dos horas por el que había esperado durante
ocho dando vueltas, sentado, parado y en silencio viendo circular a un grupo de
diligentes y silenciosos técnicos británicos vestidos con bermudas cargo y
t-shirts negros que solo interrumpían su trabajo de vez en cuando para fumar casi
todos un Marlboro light.
Como la llegada de esas verdades que se revelan
de modo tan progresivo como contundente, no me sorprendió que el inicio del
concierto me encontrara sin emociones que experimentar. “Start Me Up” no me
encendió ni un poquito; “Sympathy for the Devil”, que en amanecidas como esta
siempre me subleva, me pasó por el lado; cuando llegó “You Can’t Always Get
What You Want”, ya estaba convencido de su rotunda verdad; y cuando minutos
después esa lucidez no me evitó una profunda decepción, luego de la pantomima
acostumbrada que fue la despedida de la banda, acabaron con “Satisfaction”.
Sin embargo, debo decirlo, todavía siento
simpatía por el demonio, la sabiduría te obliga a eso, mal que te pese. Axel y
yo cogimos nuestro billete de cien, nos topamos con un par de muchachones,
colegas que habían hecho lo propio, prendieron un troncho y el chico Jagger me
susurró en el oído izquierdo: “So if you meet me / Have some courtesy / Have
some sympathy, and some taste / Use all your well-learned politesse / Or I'll
lay your soul to waste”.
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