lunes, 22 de junio de 2020

Como una piedra… Pero fija, no rodante

“Déjame presentarme, soy un hombre de riquezas y buen gusto”, pero esta noche soy Daniel Soria, mejor dicho, el agente de seguridad Daniel Soria. Por cierto que a veces siento simpatía por el demonio, como cuando me propusieron hacer este trabajo por cincuenta soles a cambio de ver al mismo tiempo el concierto más esperado de la historia en el Perú.

Lo primero fue rigurosamente cierto: me dieron cincuenta soles por llegar al Estadio Monumental a la una de la tarde vestido de negro, incluidos la gorra, el canguro y el calzado, pero afeitado, eso sí, que este patibulario oficio merece también salvar las apariencias. Lo segundo fue mentira, descubrimiento que tenía que hacerse con la experiencia —como lo supe tan concretamente—, un boleto que se compra después de la función. Sucede que no puedes servir a dos amos al mismo tiempo, sea a sus majestades británicas (o Satán, dado el caso) o la supuesta razón por la que has venido a trabajar por doce horas a cambio, lo repito, de cincuenta soles, y la reiteración no quiere ser una ofensa, sino la triste repetición del guarismo de una puta explotación; sin agua ni comida, por lo demás. Lo que sí fue una cabronada es que mediodía después (y esta palabra solar solo quiere evitar repetir el número doce), a sabiendas nuestros reclutadores de que nuestra soldada era cincuenta mangos, es que nos pagarán de a dos, es decir, con un billete de cien, papelito difícil de partir en dos en el extremo de Ate durante la primera hora de la madrugada del lunes más cursi de la historia de la comunicación humana en los tiempos del periodismo basto y vasto, Facebook, la globosfera, el e-mail y el wasap.

Pero este descubrimiento, la monogamia que te obliga solamente a hacer un durísimo trabajo mientras sesenta mil personas a tu lado pasan uno de los mejores momentos de su vida (bueno, es lo que dicen), lo tuve que hacer en la cancha. Bueno, no fue la cancha. Podría ensayar decir en el escenario para apelar a otra metáfora, pero en realidad fue en el inframundo del escenario, y esto no es una metáfora. ¿Y qué fue lo que me condujo bajo la tierra, justo debajo de los pies de Mick Jagger? Mi estatura, mis músculos y mi barriga, en ese orden.

Tengo 45 años, la edad en que los hombres nos damos cuenta de que estamos envejeciendo. Como otra veces antes, después de los 35 la constatación no es una novedad, pero en esta oportunidad es claro que será para siempre. A los 43 había llegado a los 135 kilos y me propuse por tercera vez bajar por lo menos 30. Fueron 40 kilos en seis meses, a 92. Seis meses después, en la celebración de mis 44, tenía 98. Por cierto que no solo bajé de peso, sino que le metí fierro al cuerpo en serio, de manera que el tributo a la vanidad que fue el retrato que puse en Facebook por mi cumpleaños me pillaba abandonando lentamente la delgadez pero con una facha respetable, y no voy a decir “para mi edad” porque es un relativismo que no me hace justicia. Este domingo 6 de marzo pesé en la mañana 110 kilos, 12 más que en la foto que era mi electrónico orgullo. Sobra decir que no es una cifra que me haga empezar el día muy contento, y menos cuando me convertiré en el agente de seguridad Daniel Soria, pero la tarde me reservaba una satisfacción: encontrar que hay un grupo de hombres atléticos, altos y panzones que todavía pueden ganarse unos mangos con los huevos. Es fácil y rápido en el español del Perú resumir la virilidad en los testículos, los huevos, aunque tenerlos grandes te pueda convertir en un huevón, aumentativo que por esos vericuetos del idioma no te hace gramaticalmente más hombre, sino un cojudo, palabra que a letra quiere decir “no castrado”, como para añadir un arabesco más al agravio lingüístico.

A pesar de tener dos hermanos, uno mayor y otro menor, uno entero y el otro medio, él único que reconozco como tal es Axel, mi amigo grande que siempre a diez años de distancia echó una mirada protectora sobre mí y cincuenta mangos más de una vez cuando los necesité. Eso no hay cómo pagarlo, por lo menos no en una vida; pero quizá lo que más le deba es que haya sido y siga siendo una de las personas de las que aprendí cómo hacerme hombre. Pero faltaba una última lección: verlo ir al concierto por una mierda de plata —pero a cambio de mucho respeto, si bien entregado con mezquindad y de costado por sus colegas e incluso superiores, cuando no en silencio obstinado—, después de trabajar durante dos noches en una discoteca y descansar unos pocos minutos durante el día, el rostro arrasado por el agotamiento y la voz ronca por arrear a los noctámbulos impenitentes. Eso para mí son huevos, en español de Jesús María, y sin un pelo de cojudo.

Axel se proponía que trabajáramos codo a codo, un poco por protegerme, otro poco por conveniencia, mucho por vivir esto juntos los vástagos de dos familias cuya unión empezó cuando mi madre afrontó el momento más crítico de su vida acompañada por su padre, Óscar Devéscovi, hace casi 46 años.

Pero bueno, como decía, mi porte hizo que me eligieran entre los primeros para entrar al estadio en el grupo más cercano a los Stones. Yo fui a dar justo debajo del escenario, donde trajinaban una docena de técnicos, casi todos ingleses, responsables de que el concierto marchara. Mis instrucciones fueron claras y escuetas: apenas Jagger y sus compinches subieran al escenario, yo solo debía permitir que circularán debajo de ellos los que llevaran cierto tipo de identificación en el pecho o la muñeca. En concreto, un trabajo de dos horas por el que había esperado durante ocho dando vueltas, sentado, parado y en silencio viendo circular a un grupo de diligentes y silenciosos técnicos británicos vestidos con bermudas cargo y t-shirts negros que solo interrumpían su trabajo de vez en cuando para fumar casi todos un Marlboro light.

Como la llegada de esas verdades que se revelan de modo tan progresivo como contundente, no me sorprendió que el inicio del concierto me encontrara sin emociones que experimentar. “Start Me Up” no me encendió ni un poquito; “Sympathy for the Devil”, que en amanecidas como esta siempre me subleva, me pasó por el lado; cuando llegó “You Can’t Always Get What You Want”, ya estaba convencido de su rotunda verdad; y cuando minutos después esa lucidez no me evitó una profunda decepción, luego de la pantomima acostumbrada que fue la despedida de la banda, acabaron con “Satisfaction”.

Sin embargo, debo decirlo, todavía siento simpatía por el demonio, la sabiduría te obliga a eso, mal que te pese. Axel y yo cogimos nuestro billete de cien, nos topamos con un par de muchachones, colegas que habían hecho lo propio, prendieron un troncho y el chico Jagger me susurró en el oído izquierdo: “So if you meet me / Have some courtesy / Have some sympathy, and some taste / Use all your well-learned politesse / Or I'll lay your soul to waste”.


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