Ahora que apuro esta petaca de ron rubio y barato
en tu nombre —un poco de lucidez a tres soles ochenta en la bodega de la
esquina—, Robert Johnson aporrea las cuerdas en alguna orilla del Mississippi.
Dicen que tenía tratos con el demonio, reclaman que murió a manos de un marido
agraviado. A estas alturas, con varias horas ya en el otro lado, seguro sabes
qué ocurrió con el rey del Delta, el más grande artífice de ese lamento sinuoso
y de pronto lascivo que llaman en inglés de modo muy parecido a la tristeza,
pero en tonos azules: blues.
Quiero recordarte ahora castigando al cajón en
una de tus euforias. Cómo lo hacías, embrujado tú también por el sur a dos
horas de Lima, donde la seducción olor afro te secuestró para siempre. Tu alma
nunca dejó ese lugar. Lo supe cuando vi en una cartulina color sepia tu
rubicunda infancia de mataperro rural, fatigando los campos y viñedos con tu
trote apacible, llegando todos los días tarde al colegio con la coartada de un
asma a la que le sacaste más provecho que perjuicio.
Siempre el blues entre nosotros, ¿verdad?, como
esa historia tuya que me contaste tres veces sin que se me ocurriera
interrumpirte porque su magia emergía inédita cada vez que el entusiasmo te
hacía dibujar esa extraña y velada sonrisa tuya, que te mostraba en toda tu
vulnerabilidad. Un hombre mayor, auténtico y curtido bluesman, y una joven
promesa de las cuerdas empezaron una contienda que terminó en un contrapunto
diabólico al filo de la madrugada. Qué noches las tuyas, Carlos Zuleta.
Pero ese Sur tuyo también fue placer del paladar
esas ocasiones que nos entregaste al imperio de la tuca, hallazgo clarividente
de los negros de San Luis de Cañete. La primera vez tomamos vino durante horas
mientras Roberto Quiroz —príncipe del Sur también, alma hedonista que ahora
reconozco como mi par— sometía al amor cálido de la marmita las mejores
vísceras de res que su noble oficio de veterinario le permitía conseguir:
varios litros de vino y pisco vertió sobre la pancita, el choncholí, los
testículos de res y huachalomo. ¿Cómo olvidar esas tardes? ¿Cómo no proponerme
repetirlas ahora que ya no estás y va siendo hora de que dé por felizmente
concluido el aprendizaje de tus lecciones?
Eras silencioso, al punto de que algunos
confundían tu discreción con soberbia. Lo acepto, es verdad, pero mi episódica
logorrea conseguía casi todas las veces hacer que te entregaras con pasión a la
conversación, de modo que para mí siempre fuiste ese interlocutor con el que
uno siente que está haciendo algo como jugar pinpón con leves y amables
raquetazos que, más que ganar la partida, lo que buscan es prolongarla
largamente hasta el próximo café luego de un “don Carlos, pasaba por aquí y…”
cada vez que me asomaba por Larrabure y Unanue con República de Chile.
Ya se va haciendo tarde, tío querido, y solo
queda una caricia de ron en mi petaca. ¿Qué te puedo decir? Solo una cosa más.
No olvido aquella vez que me visitaste en el vórtice de mi simétrico caos.
Había puesto como condición, en mi extravío, que solo a ti te recibiría. Y
llegaste, me escuchaste, conociste también ese lado mío y sonreíste tristemente
cuando te dije que quería ser como tú cuando sea grande, con todas las grandes
preguntas resueltas. Replicaste algo, que no era así, que ya quisieras. Y
bueno, entrado a la mediana edad, más de diez años después, entendí tu triste
mohín. Tenías razón, es duro estar vivo, todo el tiempo, pero algunas noches tú
y yo tendremos el blues, y también el ron.
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