Hay cosas que sabemos los editores que a los
comunes lectores les conviene más bien ignorar. Una de ellas es que a veces
abusamos con la tijera cuando reducimos los textos. Otra es que una que otra
vez malogramos el párrafo que quisimos mejorar porque no comprendimos
cabalmente su sutil propósito narrativo. Y así va el mundo, total, nadie sabe
lo de nadie, excepto los escritores, los escritores como Pía, sobre todo.
Cuando Pía me pidió que escribiera unas líneas
sobre su novela para ponerlas en la solapa sabía que no tendría tiempo para
terminarla, ni mucho menos, pero igual acepté. Mi vida solo tiene sentido
porque es un fenómeno de lenguaje. De hecho, no creo que yo hable una lengua,
sino que el lenguaje me habla. “Leeré cien páginas y comentaré el estilo, así
seré honesto con todos”, me dije. Los editores hacemos esas cosas. Y ocurrió
que la leí durante la madrugada hasta terminar con ella por una sencilla razón:
no podía acostarme sin saber qué iba a ocurrir con esos seres humanos que
fingían muy bien ser como aquellos con los que gozo y padezco a diario, aunque
nunca haya conocido a ninguno parecido.
Otra razón que me di para entregarme a la
experiencia fue porque leer Para Aitana me hizo de algún modo sentirme joven otra
vez, a pesar de que debo confesar que mi juventud no fue tan amable como la de
ese grupo de amigos cuyo bienestar y lozanía pasa por obtener las certezas que
el afecto sabe tan bien brindar. Pero allí estuve, hora tras hora, entregado a
la lectura de una historia de seres corrientes en sus idas y vueltas nada
extraordinarias intentando hacer lo mejor que podían con el tiempo que les fue
dado; ellos eran para mí la vieja historia de los seres humanos, para ser
honesto, sin ninguna novedad que destacar, excepto que representan el secreto
resplandor que emite la vida cuando es bien contada, y eso es algo que Pía ha
hecho notablemente.
Reconozco que como lector soy un alma perdida,
que ya extravié la inocencia tratando de explicarme y enseñar la magia de lo literario,
que mi emoción estética dura todo lo que el intelecto la deja, que recorro los
textos con una lamentable hiperconciencia que me hace perderme lo mejor de la
fiesta. Sin embargo, hay algunas madrugadas en que algún escritor me echa el
lazo y me somete al ritmo de un café cada dos horas hasta deglutir la última
línea. Eso me ocurrió la noche que leí Para Aitana.
Hay un texto de Ribeyro que me gusta leer a mis
alumnos, una pequeña prosa, la 83 de sus Prosas apátridas, que dice así:
Arte del relato: sensibilidad para percibir la
significación de las cosas. Si yo digo:
“El hombre del bar era un tipo calvo”, hago una observación pueril. Pero
puedo también decir: “Todas las calvicies son desgraciadas, pero hay calvicies
que inspiran una profunda lástima. Son las calvicies obtenidas sin gloria,
fruto de la rutina y no del placer, como la del hombre que bebía ayer cerveza
en el Violín Gitano. Al verlo, yo me decía: ‘¡En qué dependencia pública habrá
perdido este cristiano sus cabellos!’. Sin embargo, quizás en la primera
fórmula resida el arte de relatar.
A ese buen gusto de decir mucho con poco me gusta
llamarlo sobriedad, una moderación que Pía se ha permitido con generosidad en
esta novela no solo para demostrar que la realidad existe (cosa difícil si me
obligan), sino que además tiene sentido, y en una de esas alcanzamos a ser
felices.
Pero lo que terminó por hacer de mí un rendido
lector fue un truco que la literatura occidental conoce muy bien: hacer que
ella hable de sí misma, eso que llamamos metaficción. Porque Para Aitana es
eso, una novela dentro de otra, una realidad de papel que da realidad a otra
también de papel, de manera que nos hace caer eficientemente en la trampa, por
la vía de ese procedimiento, de que somos testigos de lo que la vida realmente
es porque alguien se la cuenta a otro, dejándonos a nosotros en papel de
testigos de ese vínculo donde lo único importante es comprobar que alguien
habla a alguien y que además se entienden, hazaña humana que ocurre a diario
pero que nadie consigue todavía cabalmente explicar.
Y así el padre ausente (aunque “muerto” sea la
palabra más precisa, pero no la más justa) deja un texto que nadie más ha visto
a su hija, quien se apresta a leerlo dejando que miremos, discretamente, por
encima de su hombro. Habrá que llegar al final de la novela para saber qué
resulta de ese intercambio demorado y por fuerza extemporáneo, pero puedo
adelantar a los lectores que cualquier cosa puede ocurrir. Y eso porque la
metaficción es quizá el más extremo de los juegos literarios, parecido al de
ponernos entre dos espejos, con el riesgo de extraviarnos en la búsqueda del
último yo al final de los reflejos, una tarea infinita, cuando no imposible.
Estamos todos advertidos.
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