De eso se trataba cumplir 45. Ver cómo le fue a
una hermosa pandilla de heroinómanos escoceses veinte años después y llorar con
uno que otro espasmo porque tú también tuviste veinte años menos cuando
estrenaron la primera parte. Llorar también porque, en otra hermosa y dura
película, el trompetista Chet Baker tuvo que elegir entre el arte y la vida, a
pesar de que muchos no encuentren una contradicción entre esos extremos.
Cumplir 45 fue también habitar la euforia necesaria para ver los distintos
rostros de la verdad, solo para comprobar con algún desaliento que ahora
corresponde trabajar para comunicarla, cosa menuda si eliges la literatura para
hacerlo, pero, como dijo Cohen antes de irse, “nací así, no tuve elección”. En
conclusión, resulta que de viejos nos volvemos llorones y que todos los que
tienen la suerte de envejecer sin mucho estrépito se vuelven más sabios, cada
cual a su manera y estilo. De eso se trataba finalmente sobrevivir.
También a mis 45 visité dos asilos, y fue peor de
lo que esperaba, pero también mejor. Lo primero porque me vi sentado en uno de
los sillones de la sala común dentro de treinta años si tengo suerte. Lo
segundo porque a la hora de estar allí me dije que la vida también era eso,
cuestión nomás de que me baje el ímpetu aún invicto de la cuarentena y alguien
me deje morir en paz protegido del sol de enero y a resguardo de las ventiscas
de agosto. Lo demás son fantasías. Pero dios sabe que lucho todos los días para
ahorrarle ese final por lo menos a Rosa, mi bien.
Hubo un día también este año en que tuve los
cojones para editar el libro de un viejo amigo que resultó ser un límpido
testimonio de la lucidez que otorga la locura. Pero no fue fácil. Navegué por
sus líneas flotantes sobre el Word de mi pantalla sin entenderlo nunca del
todo, leyendo con cautela la primera vez, entregado al hallazgo de ritmos,
correspondencias y secretas afinidades la segunda, cortando, reacomodando y
eventualmente reescribiendo la última ocasión, antes de imprenta. Queda el
intenso recuerdo de su lectura ya convertido en libro, un desliz autónomo de mi
conciencia al que no se le pudo ocultar ya ningún secreto. Gracias, Chino, por
el fuego, por aquellas songs of experience que quizá demasiado temprano tú y yo
aprendimos a escuchar.
2016 fue además cuando, de vuelta después de
treinta meses de buscar la llave para cincuenta millones de fábulas, encontré,
recuperado algo de sosiego y un poco más de cordura, que Rosa seguía todavía a
mi lado, tanto para quererme como para hacer el recuento de yerros y aciertos.
Esto de tener ordenada la vida por años tiene la
ventaja de otorgar orden y sentido a algo que bien puede no poseerlo más allá
de la conciencia, quizá la más compleja y artificial construcción de los
sapiens, pero posee la desventaja de hacernos perder de vista que otros ciclos,
con diferentes señales y distintos puntos cardinales, nos gobiernan. Tratemos
de no ignorarlo, porque así veremos que las oportunidades de dar un golpe de
timón que enmiende el rumbo pueden ocurrir una mañana pura de cualquier 8 de
junio o quizá una tarde de luminosa belleza crepuscular a fines de octubre.
Ahora vienen los 46. Empezar este 10 de enero con
tanto afecto recibido por esta vía solo puede ser una buena señal. Gracias, una
vez más, por permitir que lo crea.
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