jueves, 1 de julio de 2021

Porque la vida tiene sentido cuando la narras

 Leer a Juan Gargurevich es una experiencia que combina con acierto el largo y ancho aliento de la Historia peruana reciente, la precisión del detalle revelador, el oficio de viejo periodista (que no es lo mismo que periodista viejo) en la prosa y la certidumbre del curtido testigo de su tiempo. Por eso leer El juez de Uchuraccay y otras historias es capaz de avivar un nutrido de recuerdos, emociones y afilados atisbos de una época cuyo mayor atributo en un futuro —radicalmente transformado desde ya por la tecnología— será decir de ella que “así era la vida antes”.

El animado recuento empieza en 1948 con una crónica que discurre vertiginosa entre Buenos Aires y Caracas, a lo largo de una carrera de autos donde pasa de todo porque el cronista ha sabido rescatar con acierto lo relevante del tráfago del paso y sucesión de los hechos, y a velocidad de bólidos.

            Treinta años después, estamos en los albores del conflicto armado interno peruano que rompió fuegos en 1980, llamada también “época del terrorismo”. El recuento de los sucesos es preciso y cronométrico acerca de “Janet, la última periodista de Sendero”, a cuya deriva Gargurevich se entrega hurgando en los inicios de una prolongada y dolorosa guerra. 

            Recorrer las páginas de El juez de Uchuraccay es celebrar por medio del oficio y ejercicio de la crónica el complejo y a veces inasible hecho de estar vivos, como puede ser el caso, por ejemplo, de lo que representó para su autor ser periodista en tiempos legendarios. Hay así en este volumen cuatro crónicas de las que emergen las figuras de gente de prensa como Efraín Ruiz Caro, el maestro Luis Jaime Cisneros, tres colegas practicantes del periodismo “de inmersión” (para ser cada uno y respectivamente —o más bien tratar de parecerlo— mendigo, loco y mujer de la vida alegre—) y la historia que ocurre cuando “La Guerra Fría llegó a Tacna”.

Es este último un sabroso texto que cierra con brillo e ímpetu el recuento vital y profesional de Gargurevich en la prensa nacional: destacado en el año de 1963 en Tacna para conseguir que alce vuelo un diario en una provincia que se movía a ritmo de modorra, de pronto debe asistir a la desaparición de un avión boliviano que llevaba en su vientre un variopinto grupo de pasajeros: “Estaba una reina de belleza de Cochabamba, el exjefe de la Fuerza Aérea de Suecia, varios bolivianos notables” y dos diplomáticos cubanos que son el centro de los avatares de este relato. Concurren así una serie de hechos y elementos en el extremo sur del Perú en lo que debe ser nuestro capítulo local más pintoresco de la Guerra Fría.

Gargurevich ha hecho muchas cosas alrededor del periodismo además de escribirlo. Ha enseñado su profesión, la ha estudiado e investigado y fue director en la Facultad de Letras de San Marcos y decano en la Facultad de Ciencias y Artes de la Comunicación de la Católica. Sin embargo, se mueve con tal acierto para contar y dar sentido a la realidad mediante el lenguaje


que llamarlo por sobre todo cronista quizá no sea una exageración.

El tiempo es solo fugacidad, y en su rapidez y perpetua extinción estamos obligados a habitar. Por suerte, para dejar constancia de que pasó lo que ocurrió tenemos a sus testigos, entre ellos un cronista ya clásico como Gargurevich, quien nos enfrenta a lo que fuimos para no perder de vista lo que seremos.

sábado, 9 de enero de 2021

Lo más cerca de la música que estuve

Con Ricardo Cabellos me sentí realmente dentro de la música. Por entonces nos hacíamos llamar Los Melódicos de Lince, a cuyos fundadores, Lucho y Rafo Cabellos —su muy querido y admirado hermano—, me uní primero yo y luego Richie.

            Lucho y Rafo tenían ya muchas horas de vuelo, reunidos habitualmente para tocar a los Beatles y perfilar improvisaciones que hicieron mucho por su salud y amistad. Yo aparecí cuando Lucho se animó a comprar una batería. No es que yo le tenga pasión al instrumento, mi ambición fue siempre la guitarra, cómo no, pero ya bien avanzados los cuarenta entendí que si soñaba con hacer rock tendría que tocar algo al parecer menos complicado. Así estuvimos unos meses los tres, sobre todo practicando temas propios compuestos por Lucho y Rafo, cuya demanda de talento para este baterista fue mínima, pero no tanta como para renunciar a la idea de ser verdadero integrante de una banda de rock.

            Las cosas se fueron acomodando entre nosotros cada vez mejor, Rafo a la guitarra, Lucho con el bajo y yo marcando el ritmo con el bombo y las baquetas, hasta que llegó Richie. No fue nada especial al principio; era solo alguien que sabía tocar; sin embargo, del modo imperceptible en que se mueve alguien que no quiere alardear pero no puede evitar sobresalir, fue añadiendo color, énfasis y un dinamismo personal a nuestras piezas, que hacía que Rafo, Lucho y yo lo elogiáramos sin cortapisas cuando no estaba.

            Richie y yo no paramos juntos nunca. Yo solo era el amigo íntimo de su hermano, pero él ofrecía su apoyo, empatía y calor sin demasiados requisitos. Él me ayudó siempre desde su saber, buena disposición y talentos, fuera para copiarme volando un disco difícil de hallar que yo había conseguido por un día, fuera para hacerme una visita al paso para hacer funcionar nuevamente mi computadora (cosa que llevaba a cabo en pocos minutos y con la mano izquierda) o diciéndome qué hacer en determinada situación que involucrara su conocimiento sobre este mundo tecnológico que hoy nos ha terminado por tomar luego ser promesa y convertirse en amenaza. Después nos dejamos de ver, pero los ecos de su brillante paso por este mundo me llegaban sin sorprenderme: Richie fue de aquellos cuya fulguración eran tan obvia a la par que discreta que no podía sorprenderte escuchar algo superlativo sobre él.

            Cuando lo conocí estaba dejando de ser niño, el benjamín de los Cabellos, llamado amorosamente y con dulces sonrisas el Hermano Brother, ese preadolescente permanentemente bienhumorado que asistía a las correrías que yo emprendía con Rafo con todo el ímpetu que pueden tener dos compinches en esa edad en que los jóvenes somos una fuerza de la naturaleza, una promesa, acaso una revelación. Ya hubiéramos querido Rafo y yo tener talento para algo como lo tenía Richie para la música; sin embargo, él siempre admiró lo que nos proponíamos hacer. Al menos eso me decían sus gestos y miradas cuando cruzábamos ideas en alguna de las encrucijadas que nos convocaron. 

Ahora él ya no está con nosotros, y la memoria empieza a hacer su trabajo para tomar de su paso por el tiempo que compartimos los insumos para hacerlo durar entre nosotros: su sonrisa amplia y franca, la voz pausada y serena, sus movimientos hechos de moderación y cálculo al mismo tiempo, no sé, ese modo suyo de habitar el espacio hasta hacerlo propio sin apabullar ni imponerse.

Quedan ahora dentro de mí la imagen de su guitarra negra y pavonada cuya soberbia apariencia eran reflejo de la elegante sobriedad de su carácter. No rindió a ninguna audiencia con su Ibanez, como muy bien hubiera podido hacerlo, porque eligió ser su único y exigente auditorio. Prefirió encaminar sus potencias en otras direcciones y ámbitos donde ha dejado ya huella nítida y permanente. Guardo conmigo su figura sentada en la casa de Lucho poniendo a punto su guitarra, convertido su iPhone en un fiel afinador que respondía preciso a la pulsación de las cuerdas. Evoco sus carcajadas cuando coincidíamos en detestar algo, sobre todo música, pero siempre con amable ironía. Pero, sobre todo, celebro encontrarme con él entre los recuerdos a los que vuelvo para hallar el sentido de mis días gracias también a su amistad auténtica.