Hace un año, un día como hoy, mi mujer me dijo
“nos mudamos, tenemos que cuidar a mi papá”. Era un 10 de enero, como hoy, pero
entonces cumplía 46. No fue un pedido, menos una sugerencia, tampoco una orden.
Rosa sabe que soy un cabrón maniático, paranoico y algunas mañanas de euforia
decididamente demente, con una tendencia al egoísmo que ella ha sabido muy bien
moderar. Pero le valió. Sin embargo, lo más sorprendente para mí fue que yo
dijera “bien, lo más rápido que se pueda”.
Las circunstancias en que ocurrió todo no me
interesa mencionarlas, no quiero, todas las familias tienen sus cosas, y
todavía no he perdido la costumbre de lavar mi ropa sucia en casa, y sobre todo
la muy sucia, que ni por error llevo a la lavandería de la esquina. Punto
aparte.
Y de pronto todo un día fue ensayar una serie de
rutinas alrededor de un encargo, que Luis Jesús Carrasco Arenas muriera de la
puta madre. Creo que lo logramos: Irene, su enfermera; Rosa, su enorme hija; y
yo, pero no diré su yerno, pues tuvo varios, porque prefiero recordar aquella tarde
en que se le dio por joderme y a mí por defenderme —y dios sabe que sé hacerlo
con encono—; un domingo crepuscular de otoño que terminó con un “yo te jodo
porque eres mi hijo, entiéndeme, por favor”. Punto seguido. Si te dicen eso a
quemarropa, y cuando sabes que te has pasado la vida tratando de llenar el
vacío que abrió la puta y triste caricatura que fue la figura paterna que la
biología te dio, nada, cierras el pico y buscas en Spotify una canción que los
reconcilie.
Entre ese 10 de enero y el de hoy habré bebido el
primer mes 10 chatas de vodka Stolichnaya, y luego, ya más calmado y a lo largo
de todo el año, 80 petacas de ron Cartavio, una que otra chata cuando había
universidad en la noche, casi 20 botellas de Vat69 y unas 25 de vino tinto, a
título personal, por cierto. Subí también 10 kilos y elevé todos mis índices,
esos que deciden cuándo y cómo te vas a morir: colesterol, azúcar,
triglicéridos, y la tensión arterial al mango.
Antaño, antes de convertirme en un hombre de
letras, fui un hombre de números, de manera que sé muy bien entender la vida
como asunto de sumas y restas. Es verdad que supe este año, tristemente,
también de divisiones, cómo no, pero lo cierto es que, haciendo cálculos,
cuidar a mi suegro fue, sobre todas las cosas, en lo personal, una
multiplicación. Así, Rosa no solo fue para mí una de las mejores elecciones de
mi vida, sino sobre todo la hija cuyo padre necesitaba como su propio aliento,
que le leyó miles de páginas para apartarlo de la postración que se lo terminó
llevando, que, en fin, le dio la oportunidad, sobre el final, de ser el mejor
hombre que uno puede ser.
Y así una noche murió el bienhumorado profesor de
matemáticas, el Perro Carrasco, el tenaz político y organizador, el fundador
del Sutep y Patria Roja, dejándome una inesperada lección: que Daniel Soria no
era inmune a la muerte. Sí, porque había vivido hasta entonces sin comprender a
los que lloran a sus muertos viejos y enfermos, ignorante de que esto de vivir
nunca se trató de un asunto práctico de dejar ir a los que tienen marchar, y si
dejan de sufrir pronto, pues mejor. No, no lo es, y hube de llorar lágrimas de
pesar porque este año me abandonó uno de mis padres; no el único, pero sí el
que más me quiso, pero no solo por lo que yo fuera, sino porque su hija me
eligió a mí para intentar ser feliz sobre la tierra, y eso me alcanza para
seguir viviendo.
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