Hay
un momento en la historia que tenemos en común con nuestra lengua, cuando
niños, en el que no encontramos razón para que la mesa se llame “mesa” y el
caballo, pues “caballo”. Y luego pasamos a otra cosa. Así es la infancia,
maravillosa e imprevisible para quienes somos sus protagonistas.
Cuando Ferdinand de Saussure sentó
las bases del estudio de la lingüística lo hizo con tal fortuna que en adelante
aquella fue el marco para posteriores desarrollos en otras disciplinas;
esfuerzos que tienen en común entrar en el rótulo de “estructuralismo” (si bien
es cierto que Saussure, más que de estructura, habló de “sistema”). De hecho,
cuenta la leyenda que el antropólogo Claude Levi-Strauss alumbró su Estructuras elementales del parentesco
luego de tomarse un café en Nueva York con Roman Jakobson, nombre capital en la
lingüística posterior a Saussure.
Sin embargo, como ocurre con todo
acto fundacional, el Curso de lingüística
general de Saussure experimentó ajustes, correcciones y desarrollos entre
sus seguidores. Uno de los más notorios es el que se refiere a la pretendida
arbitrariedad del signo lingüístico; es decir, que no hay razón alguna más allá
de nuestro libre arbitrio para llamar “caballo” al caballo, que no hay ningún
motivo más allá de nuestra libre elección para llamar “rosa” a la rosa, acto
nominativo que la novela de Umberto Eco El
nombre de la rosa convirtió en una imaginativa exploración acerca de la
relación entre las cosas y sus nombres.
Hasta aquí todo bien. Pero no. Nunca
es tan fácil. Y esto tiene que ver con la etimología. Quiero decir, bien vista,
la arbitrariedad del signo lingüístico solo es tal cuando su nacimiento se
pierde en la noche de los tiempos, un momento del que nadie tiene noticia.
Luego de eso, todas las palabras echan a andar, las recibimos, las usamos y las
legamos a los que vendrán. En esto no hay nada de arbitrario. Por eso Emile
Benveniste hizo un ajuste para proponer que la relación dentro del signo
lingüístico
entre
significante y significado —entre su materia fónica y aquel concepto al que
refiere— era necesaria. Por cierto que cualquier significado puede adherirse al
significante que le plazca, pero, una vez consolidada, la unión deja de ser
arbitraria para tornarse un vínculo vivo y dinámico cuya andadura por el tiempo
es materia de la etimología.
Dedicada a establecer el “origen de
las palabras, razón de su existencia, de su significación y de su forma”,
habitualmente la etimología ocasiona en el hablante que se entera del origen e
historia de una expresión una sorpresa basada en el hecho de reconocer que
aquella etiqueta adherida a cierto significado que solemos llamar palabras no
era para nada arbitraria, sino que respondía a la demorada historia de la
lengua de la cual solemos ser inconscientes y bienintencionados usuarios.
En un hecho tan cotidiano como ir a
comer a un restaurante, los comensales acostumbran ignorar que van, más que
para satisfacer su paladar, a pedir un plato sobre todo “restaurante”, que los
restaure de sus idas y venidas por el ancho mundo.
Lo mismo con la pasión. Quién no se
entrega con el pecho expuesto a una, sea la amorosa, futbolera o la alentada
por nuestra más íntima vocación profesional. Pero solemos ignorar que “pasión”
es el sustantivo del verbo “padecer”. Por eso no hay que atender demasiado a
esos hinchas futboleros que solo exigen victorias a sus equipos. Son víctimas
de un espejismo. Tal demanda es algo tan necio como creer que lo que busca un
ludópata cuando va a al casino es ganar. No, el adicto a los juegos de azar
quiere perder la camisa, ganar dos y volverlas a perder, todo en la misma
noche. De eso se trata apostar, vivir
todo lo intenso que se pueda montado en la rueda de la fortuna. Por eso también
el amor es pasión, ese ir y venir entre la combustión interna y el objeto del
deseo. Sin embargo, el amor pasión también termina, y cuando ya no nos hace
padecer es porque se ha tornado rutina, tedio y reiteración.
La etimología es así una vía de
encuentro de esa materia viva, sutil y aérea que escapa de nuestros labios
—compuesta de vocales y consonantes hechas de fricciones, oclusiones,
entonaciones, aspiraciones e inspiraciones— con una larga historia que
relaciona, por ejemplo, a los algoritmos que ya gobiernan nuestras vidas con un
remoto matemático persa conocido como Al Juarismi, responsable de que llamemos
a los números escritos con la nomenclatura arábiga guarismos.
Entre los aullidos de la remota manada de donde
provenimos y las más extremas prestidigitaciones de la poesía, pasando por el
clan hasta terminar en la familia, hay un dilatado recorrido del lenguaje que
alguna vez imaginamos arbitrario para descubrir después que solo somos
constantes y disciplinados hacedores de etimologías.
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