lunes, 22 de junio de 2020

Necesarias arbitrariedades

Hay un momento en la historia que tenemos en común con nuestra lengua, cuando niños, en el que no encontramos razón para que la mesa se llame “mesa” y el caballo, pues “caballo”. Y luego pasamos a otra cosa. Así es la infancia, maravillosa e imprevisible para quienes somos sus protagonistas.

            Cuando Ferdinand de Saussure sentó las bases del estudio de la lingüística lo hizo con tal fortuna que en adelante aquella fue el marco para posteriores desarrollos en otras disciplinas; esfuerzos que tienen en común entrar en el rótulo de “estructuralismo” (si bien es cierto que Saussure, más que de estructura, habló de “sistema”). De hecho, cuenta la leyenda que el antropólogo Claude Levi-Strauss alumbró su Estructuras elementales del parentesco luego de tomarse un café en Nueva York con Roman Jakobson, nombre capital en la lingüística posterior a Saussure.

            Sin embargo, como ocurre con todo acto fundacional, el Curso de lingüística general de Saussure experimentó ajustes, correcciones y desarrollos entre sus seguidores. Uno de los más notorios es el que se refiere a la pretendida arbitrariedad del signo lingüístico; es decir, que no hay razón alguna más allá de nuestro libre arbitrio para llamar “caballo” al caballo, que no hay ningún motivo más allá de nuestra libre elección para llamar “rosa” a la rosa, acto nominativo que la novela de Umberto Eco El nombre de la rosa convirtió en una imaginativa exploración acerca de la relación entre las cosas y sus nombres.

            Hasta aquí todo bien. Pero no. Nunca es tan fácil. Y esto tiene que ver con la etimología. Quiero decir, bien vista, la arbitrariedad del signo lingüístico solo es tal cuando su nacimiento se pierde en la noche de los tiempos, un momento del que nadie tiene noticia. Luego de eso, todas las palabras echan a andar, las recibimos, las usamos y las legamos a los que vendrán. En esto no hay nada de arbitrario. Por eso Emile Benveniste hizo un ajuste para proponer que la relación dentro del signo lingüístico

entre significante y significado —entre su materia fónica y aquel concepto al que refiere— era necesaria. Por cierto que cualquier significado puede adherirse al significante que le plazca, pero, una vez consolidada, la unión deja de ser arbitraria para tornarse un vínculo vivo y dinámico cuya andadura por el tiempo es materia de la etimología.

            Dedicada a establecer el “origen de las palabras, razón de su existencia, de su significación y de su forma”, habitualmente la etimología ocasiona en el hablante que se entera del origen e historia de una expresión una sorpresa basada en el hecho de reconocer que aquella etiqueta adherida a cierto significado que solemos llamar palabras no era para nada arbitraria, sino que respondía a la demorada historia de la lengua de la cual solemos ser inconscientes y bienintencionados usuarios.

            En un hecho tan cotidiano como ir a comer a un restaurante, los comensales acostumbran ignorar que van, más que para satisfacer su paladar, a pedir un plato sobre todo “restaurante”, que los restaure de sus idas y venidas por el ancho mundo.

            Lo mismo con la pasión. Quién no se entrega con el pecho expuesto a una, sea la amorosa, futbolera o la alentada por nuestra más íntima vocación profesional. Pero solemos ignorar que “pasión” es el sustantivo del verbo “padecer”. Por eso no hay que atender demasiado a esos hinchas futboleros que solo exigen victorias a sus equipos. Son víctimas de un espejismo. Tal demanda es algo tan necio como creer que lo que busca un ludópata cuando va a al casino es ganar. No, el adicto a los juegos de azar quiere perder la camisa, ganar dos y volverlas a perder, todo en la misma noche. De eso se trata apostar,  vivir todo lo intenso que se pueda montado en la rueda de la fortuna. Por eso también el amor es pasión, ese ir y venir entre la combustión interna y el objeto del deseo. Sin embargo, el amor pasión también termina, y cuando ya no nos hace padecer es porque se ha tornado rutina, tedio y reiteración.

            La etimología es así una vía de encuentro de esa materia viva, sutil y aérea que escapa de nuestros labios —compuesta de vocales y consonantes hechas de fricciones, oclusiones, entonaciones, aspiraciones e inspiraciones— con una larga historia que relaciona, por ejemplo, a los algoritmos que ya gobiernan nuestras vidas con un remoto matemático persa conocido como Al Juarismi, responsable de que llamemos a los números escritos con la nomenclatura arábiga guarismos.

Entre los aullidos de la remota manada de donde provenimos y las más extremas prestidigitaciones de la poesía, pasando por el clan hasta terminar en la familia, hay un dilatado recorrido del lenguaje que alguna vez imaginamos arbitrario para descubrir después que solo somos constantes y disciplinados hacedores de etimologías.


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