Adonde sea que hayas ido, tengo alguna idea
acerca de qué se trata tu partida. Es casi imposible ser un escritor que
pasados los cuarenta no haya dejado en el camino varios evadidos por mano
propia y otros tantos sobrevivientes a un relumbrón de la verdad que ahora
habitan el limbo de la abstinencia, los psicofármacos eficientes y la buena
suerte de que su familia no los dejé desamparados.
Te confieso que me has enseñado algo de mí que no
sabía. Hasta el día que te fuiste viví creyendo que podía entenderme muy bien
con el acecho de la muerte (que alguien se extinguiera es algo que nunca me
conmovió demasiado). Todo lo lejos que llegué fue un par de sollozos convulsos
varias horas después de la partida de Josemári, transportado al otro lado por
medio de un ritual preñado de luz y calor. De eso ya hacen ya dieciséis años.
Pero no, me sorprendió en algún momento la mañana
derramando lágrimas por las plazas y calles de Jesús María tomado por tu
recuerdo, amparado mi dolor tras las gafas oscuras que siguen siendo
obligatorias en este otoño limeño que ha pasado a ser más bien un lento y
caliente declive de nuestro bochornoso verano.
Aunque allí no se acababan las lecciones.
Acostumbrado como estaba a asociar suicidio con insoportable dolor —por
experiencia, aunque deba decir siempre que me lo han contado, tú sabes, estoy
obligado a ser un profesional confiable para pagar las cuentas—, me quedé
pasmado de no poder entender cómo partías después de una de esas maravillosas
noches en las que dejabas la piel en el escenario. Sí, puedes decirme que
debiera tenerme aprendido el “solo sé que nada sé” que me enseñaron en las
lecciones de Filosofía I, pero vamos, nuestras madres se pasaron diciéndonos
“no toques que te vas a quemar”, y ahí tenemos, varias lesiones pasajeras que,
por mala suerte tuya —y mía también—, nunca aprendimos a evitar muy bien. Y ahí
tuvimos, vivir pendiente de la farmacia más cercana para además vivir asediado
por la imprecisa aritmética de los miligramos y la felonía de los efectos
secundarios.
Tengo que confesarte otra cosa. Te he plagiado
una frase de tu más hermoso disco como solista, pero no cualquiera, sino justo
la que le da su nombre: Euphoria Morning, hermosa construcción nominal para
justificar algunas mañanas en las que me puede dar por abandonar para siempre a
mi familia y hogar o quemar quinientos libros de mi primera publicación
también, una colección de cuentos que se propuso ser un tributo a esas noches
que nos lastiman tanto. No te lo voy a contar a ti, que elegiste la noche para
adelantar tu fecha de expiración.
Y esa mañana tuya, horas después en realidad de
tu irreversible decisión —cosas de habitar siempre al otro lado de ti—, me
desperté inusualmente temprano, avancé frotándome los ojos hasta estar en mi fría
y luminosa sala para encontrar a una paloma cuculí posada en el baúl centenario
donde tantas mañanas mi equipo de sonido entonó tus canciones. Rosa venía
detrás de mí. Antes de que me dijera nada le aseguré que no podía ser su padre,
que estábamos haciendo bien nuestro trabajo de permitirle vivir lo mejor que
podamos mientras su enfermedad terminal no acaba de terminarse.
Chris, un último favor. No sigas muriendo, entra
de una vez en la inmortalidad con paso sereno, que necesito seguir viviendo un
poco más sin que me arrebate la desolación de tu ausencia. Yo te prometo dejar
de creer en esa última y definitiva elección que me persigue hace años pero no
me convence. Tu allá y yo aquí todavía tenemos algunas cosas que ofrecer aún,
¿verdad, Chris?
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