lunes, 22 de junio de 2020

Querido Chris

Adonde sea que hayas ido, tengo alguna idea acerca de qué se trata tu partida. Es casi imposible ser un escritor que pasados los cuarenta no haya dejado en el camino varios evadidos por mano propia y otros tantos sobrevivientes a un relumbrón de la verdad que ahora habitan el limbo de la abstinencia, los psicofármacos eficientes y la buena suerte de que su familia no los dejé desamparados.

Te confieso que me has enseñado algo de mí que no sabía. Hasta el día que te fuiste viví creyendo que podía entenderme muy bien con el acecho de la muerte (que alguien se extinguiera es algo que nunca me conmovió demasiado). Todo lo lejos que llegué fue un par de sollozos convulsos varias horas después de la partida de Josemári, transportado al otro lado por medio de un ritual preñado de luz y calor. De eso ya hacen ya dieciséis años.

Pero no, me sorprendió en algún momento la mañana derramando lágrimas por las plazas y calles de Jesús María tomado por tu recuerdo, amparado mi dolor tras las gafas oscuras que siguen siendo obligatorias en este otoño limeño que ha pasado a ser más bien un lento y caliente declive de nuestro bochornoso verano.

Aunque allí no se acababan las lecciones. Acostumbrado como estaba a asociar suicidio con insoportable dolor —por experiencia, aunque deba decir siempre que me lo han contado, tú sabes, estoy obligado a ser un profesional confiable para pagar las cuentas—, me quedé pasmado de no poder entender cómo partías después de una de esas maravillosas noches en las que dejabas la piel en el escenario. Sí, puedes decirme que debiera tenerme aprendido el “solo sé que nada sé” que me enseñaron en las lecciones de Filosofía I, pero vamos, nuestras madres se pasaron diciéndonos “no toques que te vas a quemar”, y ahí tenemos, varias lesiones pasajeras que, por mala suerte tuya —y mía también—, nunca aprendimos a evitar muy bien. Y ahí tuvimos, vivir pendiente de la farmacia más cercana para además vivir asediado por la imprecisa aritmética de los miligramos y la felonía de los efectos secundarios.

Tengo que confesarte otra cosa. Te he plagiado una frase de tu más hermoso disco como solista, pero no cualquiera, sino justo la que le da su nombre: Euphoria Morning, hermosa construcción nominal para justificar algunas mañanas en las que me puede dar por abandonar para siempre a mi familia y hogar o quemar quinientos libros de mi primera publicación también, una colección de cuentos que se propuso ser un tributo a esas noches que nos lastiman tanto. No te lo voy a contar a ti, que elegiste la noche para adelantar tu fecha de expiración.

Y esa mañana tuya, horas después en realidad de tu irreversible decisión —cosas de habitar siempre al otro lado de ti—, me desperté inusualmente temprano, avancé frotándome los ojos hasta estar en mi fría y luminosa sala para encontrar a una paloma cuculí posada en el baúl centenario donde tantas mañanas mi equipo de sonido entonó tus canciones. Rosa venía detrás de mí. Antes de que me dijera nada le aseguré que no podía ser su padre, que estábamos haciendo bien nuestro trabajo de permitirle vivir lo mejor que podamos mientras su enfermedad terminal no acaba de terminarse.

Chris, un último favor. No sigas muriendo, entra de una vez en la inmortalidad con paso sereno, que necesito seguir viviendo un poco más sin que me arrebate la desolación de tu ausencia. Yo te prometo dejar de creer en esa última y definitiva elección que me persigue hace años pero no me convence. Tu allá y yo aquí todavía tenemos algunas cosas que ofrecer aún, ¿verdad, Chris?


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