Un poco tarde me percaté de que lo mejor que
hacía en la vida era escribir. Y me digo esto al margen de que lo haga bien o
no. Para algunos sí, sin duda, y puede que para otros no, también sin duda.
Pero antes de llegar a ese convencimiento
escribía sin más, con el ánimo de estar haciendo algo para lo que me creía
dotado. Un buen día tuve un número determinado de cuentos que sometidos a una
prudente poda podían convertirse en libro. Y así fue.
En el periódico en el que trabajaba me debían un
dinero que con seguridad nunca me pagarían, pero la empresa tenía su imprenta,
además de su propia infraestructura y personal para el trabajo de preprensa.
Luego de una conversación fugaz con el director del periódico, nos pusimos de
acuerdo en que parte de lo que me debían me sería pagado imprimiendo mi libro,
que para entonces solo existía como documento de word en la 386 usada que la
empresa me había dado también a modo de pago o amortización. Yo quería
quinientos ejemplares. Desear más me parecía estar apuntando a best seller. Sin
embargo, cuando me entregó el presupuesto, el director había hecho un estimado
por mil ejemplares. Le dije que era demasiado, pero terminó de convencerme
cuando me dijo que la diferencia entre quinientos y mil la hacían solamente
cien dólares. “Y de repente los vendes”, me dijo. Cuando lo escuché me pareció
que solo faltaba añadir a su frase, después de la coma, el afectuoso
“hermanito”. Sea, me dije, y entré al ruedo.
Recuerdo aún cuando me dieron los mil volúmenes,
en treintadós paquetes de treinta y uno de cuarenta. Al ver el espacio que
ocupaban, me amilané. A primera vista eran demasiados libros, pero la suerte ya
estaba echada. Recuerdo con mucho cariño la presentación. Amigos y parientes
aceptaron mi invitación y creo que la pasaron bien. Me ocupé de que a nadie le
faltara siempre una copa de whisky y también de que a las señoras no les
faltara su copa de tinto. Ese día vendí de un tirón más de treinta ejemplares,
un auténtico y desaforado récord a la luz de lo que vendría después.
Excepto
una reseña de un crítico literario –cuyo trabajo admiro hasta hoy– cuyo
contenido alcanzaba para sentir que la empresa de publicar no había sido vana y
otra brevísima reseña que salió por ahí que hasta ahora recuerdo por su velada
mala leche disfrazada de humor, mi libro, el único y primogénito, no tuvo la
menor repercusión. De no mediar la generosidad del crítico que menciono,
hubiese sido como si no hubiera existido.
En total, para hablar de ventas, creo que no
llegué, ni de lejos, al centenar de libros por los que me hubieran dado dinero
a cambio. Más bien a algunos buenos amigos les di su paquetón de treinta
ejemplares para que los hicieran circular entre sus conocidos. Dejé algunos en
unas pocas librerías, pero lo vendido también fue exiguo. Hasta ahora guardo
agradecimiento por esos desconocidos que se atrevieron a comprarme un ejemplar
asistidos apenas por la información que podía darles la contraportada.
Entre idas y vueltas, absorbido por el azar, la
rutina y de pronto lo imprevisible, fui viviendo mi vida acompañado de mi
libro. Entonces me parecía que por mucho que los regalara nunca se acabarían.
Hasta que me llamaron de un programa de televisión, casi dos años después de
haberlo publicado. Una vez el productor me hubo ubicado, me dijo que el conductor
del programa dedicado a literatura me había leído y le interesaba
entrevistarme.
Quizo la fortuna que estuviera con mis más
queridos amigos las horas previas al encuentro. Tomamos unas cuantas cervezas,
pero no produjeron en mí el efecto que esperaba, de modo que tomé veinte
miligramos de diazepam. El buen diazepam nunca me ha fallado, y tampoco en
aquella ocasión. Llegué puntualmente al lugar donde grabarían acompañado de mis
fieles compañeros. El local barranquino estaba tomado por una barahúnda de
técnicos, cables, cámaras y luces. Me guarecí en un rincón con mis camaradas
hasta que llegó el conductor. Lo miré lo más intensamente que pude para
saludarlo, pero él paseó una mirada fugaz por donde yo estaba sin reconocerme.
Todavía no he dicho que soy un poco paranoico, de modo que interpreté ese acto
del peor modo posible. Me dije que, claro, a nadie se le ocurre entrevistar a
un autor para hablar de un libro que ha publicado hace dos años. De otro lado,
por ahí me había caído mi palo en relación con el cuento más largo, o novela
corta, según como se mire, y se me consideraba ya un hijo bastardo de Kerouac,
al que no había leído, así como también veían mi novelita como una triste
muestra de aprendizaje de realismo sucio, lo que en mi caso, eso entendí, ya
parecía realismo cochino. Junté ambos cabos, el del tiempo pasado desde la
publicación y de la crítica adversa, mezclé la información en mi cabeza y me
dije que me habían llevado hasta allí para tenderme una celada y decirme algo
así como “que un chibolo hable de sus excesos y todo eso, vaya y pase, pero al
borde de los treinta salir con estas cosas, por favor, Daniel”.
Cuando el conductor me dijo: “Disculpa, Daniel,
que empiece con un exabrupto”, solo atiné a decirme “empezó Cristo a padecer”.
Pero pasó exactamente lo contrario. Luego del “exabrupto”, de signo
absolutamente positivo, fui sorprendido por la actitud del conductor, que tuvo
para mi primer esfuerzo literario las más amables y generosas palabras. Mi
agradecimiento dura hasta hoy.
Los amigos que me acompañaron, luego de la
entrevista, me dijeron que ahora sí tendría más suerte en las ventas, pero no
fue así. Las cosas siguieron más o menos igual, pero peor. Los libros que
todavía me quedaban, es decir, los que no se compraron, ni regalaron, ni
distribuyeron con entusiasmo mis amigos, andaban, como animados por vida
propia, dando vueltas por la casa. Anduvieron bajo la cama, visitaron el cuarto
de la azotea, reposaron un tiempo en la sala y supieron también de la estrechez
del rincón chino, un reducido y extraño espacio que, a modo de apéndice, tiene
mi sala, que llamamos chino porque está decorado con tres acuarelas chinas que
heredé de mi suegra.
Aunque no
todo fue decepción. No faltaron los lectores a los que les gustó, a quienes
llegó el libro porque se los regalé o sabe dios de qué indirecto modo, pero el
hecho es que mi modesta colección de relatos fue haciéndose sitio de esa forma
en el mundo. Pero no era suficiente, al menos no para mi vanidad. Debo decir
que en esos años ansiaba el reconocimiento. Y esta confesión puede parecer
banal si consideramos que todos quieren reconocimiento, desde el panadero hasta
el ingeniero, pero en el caso de los escritores esa demanda puede volverse
mórbida.
De este modo empecé a mirar a mi primer hijo
literario con ojos demasiado severos. Errores que cometí en su edición que
antes pasaba por alto empezaba a verlos como horrores imperdonables. Para
empeorar la cosa, le regalé un ejemplar a un buen amigo que, con la mejor
intención, me devolvió corregido. Le cambié ese ejemplar por otro y le agradecí
el gesto, y con ánimo malsano conté los errores: su número era superior al de
las páginas del volumen.
Como el hombre harto de su esposa, en la que
empieza a ver como defectos lo que antes consideraba como detalles adorables,
quería deshacerme del libro. Por momentos me decía que podía seguir
arrimándoles paquetes a mis amigos para que continuaran diseminándolo por la
ciudad, pero me sublevaba la idea de verlo por las calles del centro de Lima a un
sol el ejemplar. Si bien había llegado a detestar por momentos a mi creación,
no estaba dispuesto a tolerar que otros la maltrataran.
Una mañana de euforia, me levanté con la idea de
acabar con los dilemas y sentimientos encontrados que me provocaba el libro.
Llegué al trabajo, avancé lo más rápido que pude en las obligaciones del día y
le dije al chofer de la chamba que necesitaba sus servicios por una hora.
Aceptó. Fuimos a mi casa, di una última mirada a lo que quedaba de mi aventura
literaria, separé un paquete de treinta ejemplares y metí el resto, más de
quinientos , en una gran maleta. Bajé con mi carga en una mano y con dos
botellas de dos litros vacías en la otra. Pasamos por un grifo, compré cuatro
litros de gasolina y nos fuimos para la Costa Verde.
Hacer algo tan sencillo como encontrar un lugar
para hacer una pira y quemar papel, con lo simple que suena, no fue sencillo.
Dos veces tratamos de parar pero nos lo impidieron serenos del distrito, hasta
que llegamos a un lugar sin vigilancia, con unos indigentes como únicos
testigos. Formé una pirámide con los volúmenes, rocié la gasolina y, antes de
echarle fuego, vi que uno que otro indigente se aproximaba con una curiosidad
que amenazaba con convertirse en acto. Encendí una cerilla y les dije que se
apartaran, que estaba por quemar libros de brujería. Se retiraron de inmediato
y uno de ellos regresó, alentado por un candor que me hizo decir “oh, sancta
simplicitas”, con media botella de querosene.
Tuvo que pasar buen tiempo para que pensara otra
vez en el episodio y lo viera con ojos menos benévolos. Lo que al principio me
pudo haber parecido un gesto romántico fue cobrando con el tiempo su auténtica
dimensión: un hecho desmesurado y estúpidamente egoísta.
No sé si el libro fue sin lugar a dudas valioso,
pero los lectores que me regalaron su cálido afecto luego de leerlo no merecían
que así les pagara su fe en mi trabajo. Sé que una serie de factores me
condujeron a la quema ritual que a veces lamento, desde mis manías domésticas
que hicieron que los numerosos libros se rebajaran a la condición de
cachivaches hasta una vanidad a la que creía tener derecho; pero igual a veces
un triste pesar lastra mi corazón.
Después de todo, el libro ya no me pertenecía;
todo el esfuerzo invertido en él había hecho que lo allí escrito, apenas salido
de la imprenta, aún con la tinta fresca, cambiara de algún modo de dueño y
fuera también a pertenecer a los lectores, esos mil hipotéticos lectores que
nunca tuve pero que quizá a la larga iba a tener. Eso solo podía decirlo el
tiempo, tiempo que yo cancelé en un acto flamígero que veo cada vez menos cómo
símbolo y cada vez más como barbarie.