Con Ricardo Cabellos me sentí realmente dentro de la música. Por entonces nos hacíamos llamar Los Melódicos de Lince, a cuyos fundadores, Lucho y Rafo Cabellos —su muy querido y admirado hermano—, me uní primero yo y luego Richie.
Lucho y Rafo tenían ya muchas horas de vuelo, reunidos habitualmente para tocar a los Beatles y perfilar improvisaciones que hicieron mucho por su salud y amistad. Yo aparecí cuando Lucho se animó a comprar una batería. No es que yo le tenga pasión al instrumento, mi ambición fue siempre la guitarra, cómo no, pero ya bien avanzados los cuarenta entendí que si soñaba con hacer rock tendría que tocar algo al parecer menos complicado. Así estuvimos unos meses los tres, sobre todo practicando temas propios compuestos por Lucho y Rafo, cuya demanda de talento para este baterista fue mínima, pero no tanta como para renunciar a la idea de ser verdadero integrante de una banda de rock.
Las cosas se fueron acomodando entre nosotros cada vez mejor, Rafo a la guitarra, Lucho con el bajo y yo marcando el ritmo con el bombo y las baquetas, hasta que llegó Richie. No fue nada especial al principio; era solo alguien que sabía tocar; sin embargo, del modo imperceptible en que se mueve alguien que no quiere alardear pero no puede evitar sobresalir, fue añadiendo color, énfasis y un dinamismo personal a nuestras piezas, que hacía que Rafo, Lucho y yo lo elogiáramos sin cortapisas cuando no estaba.
Richie y yo no paramos juntos nunca. Yo solo era el amigo íntimo de su hermano, pero él ofrecía su apoyo, empatía y calor sin demasiados requisitos. Él me ayudó siempre desde su saber, buena disposición y talentos, fuera para copiarme volando un disco difícil de hallar que yo había conseguido por un día, fuera para hacerme una visita al paso para hacer funcionar nuevamente mi computadora (cosa que llevaba a cabo en pocos minutos y con la mano izquierda) o diciéndome qué hacer en determinada situación que involucrara su conocimiento sobre este mundo tecnológico que hoy nos ha terminado por tomar luego ser promesa y convertirse en amenaza. Después nos dejamos de ver, pero los ecos de su brillante paso por este mundo me llegaban sin sorprenderme: Richie fue de aquellos cuya fulguración eran tan obvia a la par que discreta que no podía sorprenderte escuchar algo superlativo sobre él.
Cuando lo conocí estaba dejando de ser niño, el benjamín de los Cabellos, llamado amorosamente y con dulces sonrisas el Hermano Brother, ese preadolescente permanentemente bienhumorado que asistía a las correrías que yo emprendía con Rafo con todo el ímpetu que pueden tener dos compinches en esa edad en que los jóvenes somos una fuerza de la naturaleza, una promesa, acaso una revelación. Ya hubiéramos querido Rafo y yo tener talento para algo como lo tenía Richie para la música; sin embargo, él siempre admiró lo que nos proponíamos hacer. Al menos eso me decían sus gestos y miradas cuando cruzábamos ideas en alguna de las encrucijadas que nos convocaron.
Ahora él ya no está con nosotros, y la memoria empieza a hacer su trabajo para tomar de su paso por el tiempo que compartimos los insumos para hacerlo durar entre nosotros: su sonrisa amplia y franca, la voz pausada y serena, sus movimientos hechos de moderación y cálculo al mismo tiempo, no sé, ese modo suyo de habitar el espacio hasta hacerlo propio sin apabullar ni imponerse.
Quedan ahora dentro de mí la imagen de su guitarra negra y pavonada cuya soberbia apariencia eran reflejo de la elegante sobriedad de su carácter. No rindió a ninguna audiencia con su Ibanez, como muy bien hubiera podido hacerlo, porque eligió ser su único y exigente auditorio. Prefirió encaminar sus potencias en otras direcciones y ámbitos donde ha dejado ya huella nítida y permanente. Guardo conmigo su figura sentada en la casa de Lucho poniendo a punto su guitarra, convertido su iPhone en un fiel afinador que respondía preciso a la pulsación de las cuerdas. Evoco sus carcajadas cuando coincidíamos en detestar algo, sobre todo música, pero siempre con amable ironía. Pero, sobre todo, celebro encontrarme con él entre los recuerdos a los que vuelvo para hallar el sentido de mis días gracias también a su amistad auténtica.