Leer a Juan Gargurevich es una experiencia que combina con acierto el largo y ancho aliento de la Historia peruana reciente, la precisión del detalle revelador, el oficio de viejo periodista (que no es lo mismo que periodista viejo) en la prosa y la certidumbre del curtido testigo de su tiempo. Por eso leer El juez de Uchuraccay y otras historias es capaz de avivar un nutrido de recuerdos, emociones y afilados atisbos de una época cuyo mayor atributo en un futuro —radicalmente transformado desde ya por la tecnología— será decir de ella que “así era la vida antes”.
El animado recuento empieza en 1948 con una crónica que discurre vertiginosa entre Buenos Aires y Caracas, a lo largo de una carrera de autos donde pasa de todo porque el cronista ha sabido rescatar con acierto lo relevante del tráfago del paso y sucesión de los hechos, y a velocidad de bólidos.
Treinta años después, estamos en los albores del conflicto armado interno peruano que rompió fuegos en 1980, llamada también “época del terrorismo”. El recuento de los sucesos es preciso y cronométrico acerca de “Janet, la última periodista de Sendero”, a cuya deriva Gargurevich se entrega hurgando en los inicios de una prolongada y dolorosa guerra.
Recorrer las páginas de El juez de Uchuraccay es celebrar por medio del oficio y ejercicio de la crónica el complejo y a veces inasible hecho de estar vivos, como puede ser el caso, por ejemplo, de lo que representó para su autor ser periodista en tiempos legendarios. Hay así en este volumen cuatro crónicas de las que emergen las figuras de gente de prensa como Efraín Ruiz Caro, el maestro Luis Jaime Cisneros, tres colegas practicantes del periodismo “de inmersión” (para ser cada uno y respectivamente —o más bien tratar de parecerlo— mendigo, loco y mujer de la vida alegre—) y la historia que ocurre cuando “La Guerra Fría llegó a Tacna”.
Es este último un sabroso texto que cierra con brillo e ímpetu el recuento vital y profesional de Gargurevich en la prensa nacional: destacado en el año de 1963 en Tacna para conseguir que alce vuelo un diario en una provincia que se movía a ritmo de modorra, de pronto debe asistir a la desaparición de un avión boliviano que llevaba en su vientre un variopinto grupo de pasajeros: “Estaba una reina de belleza de Cochabamba, el exjefe de la Fuerza Aérea de Suecia, varios bolivianos notables” y dos diplomáticos cubanos que son el centro de los avatares de este relato. Concurren así una serie de hechos y elementos en el extremo sur del Perú en lo que debe ser nuestro capítulo local más pintoresco de la Guerra Fría.
Gargurevich ha hecho muchas cosas alrededor del periodismo además de escribirlo. Ha enseñado su profesión, la ha estudiado e investigado y fue director en la Facultad de Letras de San Marcos y decano en la Facultad de Ciencias y Artes de la Comunicación de la Católica. Sin embargo, se mueve con tal acierto para contar y dar sentido a la realidad mediante el lenguaje
que llamarlo por sobre todo cronista quizá no sea una exageración.
El tiempo es solo fugacidad, y en su rapidez y perpetua extinción estamos obligados a habitar. Por suerte, para dejar constancia de que pasó lo que ocurrió tenemos a sus testigos, entre ellos un cronista ya clásico como Gargurevich, quien nos enfrenta a lo que fuimos para no perder de vista lo que seremos.